Ellen Goodman

Premio Pulitzer al comentario periodístico.

 

Sobre Goodman

Sus columnas, ahora en radiocable.com

Otros columnistas del WP

 

   

Ellen Goodman – Boston Con las cosas como están, me entusiasma que algún periódico esté contratando plantilla. Y cuando alguien aterriza en un puesto de periodismo, estoy dispuesta a descorchar el champán. Pero encuentro amargo el trago de que el New York Post haya contratado a Ashley Dupre.

Dupre, recordará usted, es la prostituta del escándalo que tumbó al Gobernador de Nueva York Eliot Spitzer y arrojó a los lobos a otra esposa pasando el trago. En aquella época, el Post publicó un titular de una sola palabra: «Hooked» — sorprendido con una prostituta. Ahora ellos han contratado a la prostituta para ser columnista de consejos. Es igual que contratar a Bernie Madoff como columnista de consejo financiero.

En un video de presentación con voz de niña, resuena «Hola, me llamo Ashley Dupre. Solía ocupar la portada del New York Post, ahora trabajo en él». ¿Eso haces cariño? «¿Sigue su hija el camino de la perdición? ¿Hay alguna señal que indica que su marido no está contento con su matrimonio? Disparad, lectores. Confiad en mi, alguien que en el pasado hubiera agradecido algún consejo: No hay como aprender de las experiencias de otro».

Publicidad

Puede que sea una cínica, pero de alguna manera creo que el Post no estaba motivado por el deseo de devolver al buen camino a una señorita (de compañía) con el arroz algo pasado. La nueva vida de Dupre no es una reforma. Es la confirmación, por si nos hacía falta, de que no queda vergüenza en el juego.

«Qué vergüenza» no es el tipo de frase que me haga sellar la boca. Todavía no soy una dama entrada en años con zapatos deportivos manejando mi sombrilla bajo el ocaso de la decencia. Los estándares de contratación del Post no quedan muy lejos de los de la Universidad de Harvard, cuyo centro de ética invitaba a Spitzer a dar una conferencia.
Además, en realidad no es éste el escándalo del momento. El ganador de ese trofeo es Tiger Woods, y la cifra creciente de mujeres en su marcador. Hemos visto a paparazzo sacando primeros planos del dedo de Elin sin el anillo de casada. Hemos visto a columnistas escribir sobre algo de lo que no deberían estar escribiendo. Hemos visto a lectores echando pestes de los fanáticos del cotilleo al tiempo que manifiestan un conocimiento enciclopédico del palo que rompió el parabrisas del Escalade.

Pero mientras que Tiger está recluido en su domicilio haciendo recopilación de sus mensajes de texto y contemplando cómo se vapulea su imagen, «las otras» no han pagado ningún precio. En la práctica, a algunas se les está pagando un precio. No están preocupadas por su anonimato. Ni el de muchas partes de su cuerpo.

Si, como dicen los antropólogos, la vergüenza procede de la violación de las normas culturales, parece que hemos encontrado una nueva norma cultural: la fama. La notoriedad ya no es tan notoria. Si Hester Prynne estuviera viva, no sería motivo de una novela, sería autora de unas memorias con fotografías de un encuentro con Arthur Dimmesdale tomadas con el teléfono móvil.

Pero basta de sexo y descaro. ¿Hablamos de dinero? Mientras Dupre hacía su debut, la atención se centraba en los banqueros de Wall Street. Como decía el Presidente Obama en «60 Minutes», «No me presenté a las elecciones para ayudar a un puñado de banqueros industriales». Los banqueros que eran demasiado importantes para permitir su quiebra cogieron su dinero público del rescate y huyeron, y después devolvieron gran parte para poder volver a sus generosas costumbres de remuneración. Ellos son la última encarnación de los ejecutivos que son pagados por no hacer nada y de los amos del universo convencidos de merecer estar en el lado bueno de la diferencia salarial.
Cuando una docena de banqueros fueron invitados a la Casa Blanca el lunes, 3 no asistieron. El mal tiempo aplazó sus vuelos. Bueno, yo tengo una palabra para esos banqueros: tren.

Sí, el adulterio es más entretenido que la deuda intercambiable. Tiger Woods, Eliot Spitzer y John Edwards son más famosos que Lloyd Blankfein, John Mack y Richard Parsons (¡a Google!). Pero he aquí otra palabra para los niños del rescate: vergüenza.
La vergüenza, nos dicen, es una emoción autoconsciente. Pero el dinero va a la par de la fama como escudo protector. No soy una remilgada, pero si alguna norma cultural queda en pie, es que no se progresa a base de herir a los demás.

Durante un tiempo, recibimos un torrente de «frases vergonzosas» de los jueves. Uno condenó a un padre abusivo a dormir en una perrera. Otro obligó a un adolescente a llevar una camiseta con el lema «Soy un delincuente juvenil». Pero hoy tenemos a una pareja que se cuela en la Casa Blanca para salir en la tele y un desfile de «otras» en el candelero presumiendo de tener a Tiger cogido por sálvese la parte.

Y por supuesto, tenemos a nuestra amiga confidente Ashley Dupre ofreciendo su talento como, bueno, acompañante desde su sección cultural. Estimado director: ¿no es esto lo que se dice para echarse a llorar?

Ellen Goodman
© 2009, Washington Post Writers Group
Derechos de Internet para España reservados por radiocable.com

Sección en convenio con el Washington Post

Print Friendly, PDF & Email