E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

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Eugene Robinson – Washington. La capital de nuestra nación sobrevivirá a la debacle financiera, a la cada vez más acusada recesión y al abanico de crisis exteriores que van de Afganistán a Zimbabue. Que Washington vaya a sobrevivir a la investidura del martes, no obstante, es una cuestión que sigue en el aire.

Pocas veces una ciudad que tan engreídamente se considera el centro del universo político se ve cautivada por una combinación tan poderosa entre inquietud y vértigo. Barack Obama va a ser, después de todo, el presidente número 44 de los Estados Unidos; no es que no hayamos pasado este trago antes. Pero esta investidura parece haber sido amplificada por una espiral autoalimentada de importancia histórica, paranoia con la seguridad y acusada avalancha de cifras, una combinación que ha puesto a prueba la capacidad de capear las circunstancias que tiene Washington.

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Supe que las cosas se estaban poniendo feas hace semanas cuando me reuní con el alcalde de la capital Adrian Fenty y su saludo no consistió en desearme un buen día ni preguntar cómo me iban las cosas, sino «¿Tienes algún sitio libre donde pueda aparcar cuatro autobuses de línea??

Las cosas se pusieron mucho peor con el anuncio de que todos los puentes que cruzan el Río Potomac que separa la ciudad y los suburbios de Virginia iban a estar cerrados para vehículos particulares durante el Día de la Investidura. Cualquiera que necesite atravesar esos puentes para llegar a la ciudad — y esto incluye a casi todo hijo de vecino que llega desde cualquier sitio del sur — esto significa toda una nueva dimensión de angustia.

No es que vaya a ser fácil llegar al centro el martes desde alguna dirección, teniendo en cuenta el volumen de tráfico que se anticipa y el hecho de que tantas calles vayan a ser cortadas. Pocas opciones les quedan a aquellos que tengan un deber profesional que cumplir. Yo conozco unos cuantos periodistas afortunados destacados en Washington cuyas empresas de información han reservado y confirmado habitaciones de hotel para la noche del lunes. Muchos otros hacen planes para dormir en sus oficinas, lo que significa que van a interpretar su papel de testigos de la historia en un estado inusualmente ajado.

A unos cuantos días, el dispositivo de seguridad ya ha empezado a hacerse patente en el corazón federal de Washington — un viaje de 10 minutos puede costar el doble o el triple de tiempo del que debería. Pero el tráfico está lejos de ser lo único con lo que la ciudad debe estar inquieta. El discurso de investidura de Obama se espera que atraiga un récord de gente venida de toda la nación, y muchos de esos visitantes van a quedarse con amigos y parientes. Los anfitriones locales se ven forzados a estar al día con el aluvión de anuncios en materia logística — calles cortadas, horario durante el que va a funcionar el metro, restricciones muy a destiempo — con el fin de decidir cómo trasladar mejor a sus invitados del punto A al punto B y viceversa, eso en caso de asumir que el punto B vaya a ser accesible.

El mayor motivo de inquietud con diferencia para visitantes y residentes por igual, no obstante, puede ser imaginar cómo llegar a asistir a algo realmente. Es irónico, porque ésta debería ser la menor de sus preocupaciones.

Para el principal evento — el juramento en el Capitolio — hay apenas 240.000 entradas; los miembros del Congreso, cada uno de los cuales recibió un cupo de entradas que repartir, hablaba de un aluvión de demanda. En el caso de los VIP que van a disponer de un asiento cercano a la acción, y hablo de Oprah en esta categoría, tener una entrada significa algo. Pero aquellos con entrada para el gallinero es poco probable que vayan a ver nada más que las masas congregadas en el Mall.

¿El Baile de Investidura? Cualquiera que haya atravesado el problema de hacerse con una entrada, encontrar un traje nuevo y atravesar el laberinto de tráfico y barreras de seguridad ciertamente lo pasará bien, aunque sólo sea para justificar el gasto de fuerzas. El nuevo presidente y la primera señora sin duda alguna estarán radiantes. Pero aquellos que renuncien al baile pueden consolarse en el hecho de que estos asuntos no son algo que cualquier persona razonable describiría técnicamente como divertido.

Una vez más entonces, la diversión realmente no es el meollo de la cuestión. Hay un motivo de que Washington esté temblando con esta investidura en particular, un motivo de que tantas personas vayan a desafiar inclemencias y a los elementos para ser testigos de la llegada de esta nueva presidencia.

La administración Obama arranca en un momento de crisis, pero también quizá de oportunidades. La nación ha elegido a su primer presidente norteamericano. El gobierno que va a encabezar se ha visto obligado a tomar más cartas en el asunto de la vida económica de la nación que ninguna otra administración desde la Segunda Guerra Mundial. Si alguna vez ha habido un momento para poner a la nueva administración a trabajar con los mejores deseos de la nación, ese momento es éste. Esta investidura realmente sí importa más que la mayoría.

Por tanto, que empiece la fiesta. De alguna manera llegaremos al miércoles. ¿No?

Eugene Robinson 

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