E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson-Washington. ¿Soy yo? ¿Soy el único totalmente confundido a tenor de la justificación, los objetivos, las tácticas y la estrategia de la intervención militar encabezada por Estados Unidos en Libia?Diría que no.

La llamo operación encabezada por Estados Unidos porque, vamos a ver, seamos realistas. Sin la iniciativa diplomática estadounidense, no habría habido ninguna resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Sin el liderazgo militar estadounidense, no habría habido ninguna intervención aplastante rápida que volviera a poner en su sitio a las fuerzas del dictador Muammar Gaddafi. El jueves, tras días de disputas, escuchamos el gran anuncio de que la OTAN va a asumir el mando de la operación. No se lo crea. Estados Unidos llevará funcionalmente las riendas, y por tanto la responsabilidad, hasta que esto termine.

¿Qué demonios estamos haciendo entonces? Me doy cuenta de que el Presidente Obama y sus asesores han respondido muchas veces a esta pregunta, pero me parece necesario seguir preguntando hasta que la respuesta empiece a tener sentido.

La misión oficial, bajo mandato de la ONU, consiste en proteger a los civiles libios. En otras palabras, se trata fundamentalmente de una intervención humanitaria. Eso lo pillo. Tras los horrores que hemos visto en Ruanda y en el Congo, en Bosnia y en Darfur, comprendo el poderoso argumento moral e intelectual que se puede construir a favor del uso de la fuerza militar — y arriesgando vidas estadounidenses — cuando está claro que una masacre es inminente y se puede evitar.

Las columnas blindadas de Gadafi avanzaban sobre Bengasi y tenían asediados otros bastiones rebeldes como Misurata. Como Obama dijo en Brasil, «No nos podemos cruzar de brazos cuando un tirano dice a su pueblo que no va a haber clemencia, y… hombres y mujeres inocentes se enfrentan a actos de brutalidad y a la muerte a manos de su propio gobierno».

Evidentemente, me parece a mí, habrá ocasiones en las que la intervención militar humanitaria será nuestro deber. Puede que ésta sea una de ellas. Pero el objetivo debería ser evitar el baño de sangre, no aplazarlo simplemente. Hasta después de que sus fuerzas hubieran sido castigadas por los ataques británicos, franceses y estadounidenses, Gadafi y sus compinches superaban a los opositores en hombres y armamento. A menos que tomemos parte explícitamente por el bando de los rebeldes — brindando apoyo aéreo a sus avances, por ejemplo — es difícil imaginar cómo van a ser capaces de ganar terreno.

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De hecho, parece evidente que mientras Gadafi siga en el poder, la población civil libia estará amenazada — no sólo en Bengasi y los demás territorios bajo control rebelde sino en Trípoli y el resto de regiones del país en donde el gobierno todavía mantiene el control. Hay barrios de la capital donde los residentes manifestaron oposición abierta a Gadafi al principio del levantamiento. ¿Estos civiles no corren peligro mortal? ¿No hay que protegerlos también?

La única forma de poner fin a la amenaza es deponer a Gadafi — que es lo que Estados Unidos quiere hacer. «Es la política norteamericana que Gadafi se vaya», decía Obama esta semana. ¿Es eso pues lo que estamos haciendo realmente en Libia, expulsar a un dictador brutal?

Para nada. La misión militar está específicamente limitada al objetivo humanitario de proteger a los civiles. Según la Casa Blanca, no estamos tomando parte por los rebeldes — y no vamos a usar medios militares para derrocar a Gadafi. Bueno, a lo mejor alguien lanza el misil de crucero proverbial contra su complejo, pero no va a ser una tentativa de cambio de régimen.

Puede que Gadafi nos lo ponga fácil y se exilie a alguno de los pocos países que podrían estar dispuestos a aceptarle. Pero aunque se le esté castigando, dista de estar derrotado. Qué hacemos si se enroca y lucha, como ha prometido hacer en repetidas ocasiones. ¿Qué hacemos entonces?

Para satisfacer nuestro mandato de proteger a los civiles, tendremos que velar indefinidamente por la zona de exclusión. También tendremos que brindar toneladas de ayuda para que los rebeldes no se mueran de hambre. Pero si no vamos también a darles armas, es irreal esperar que unos tenderos y taxistas escopeta en mano venzan a lo que queda del ejército profesional de Gadafi.

¿Es pues éste el resultado probable, una Libia dividida en la que Gadafi controla la capital — y la infraestructura productora del petróleo — al tiempo que los rebeldes pasan en la práctica a convertirse en custodios de las Naciones Unidas? ¿O es más probable que Libia se convierta en «una Somalia gigante», como teme la Secretario de Estado Hillary Clinton?

Ahora que nos hemos implicado en Libia, puede que la única forma de dejar de implicarnos sea deponer a Gadafi — cosa que nuestras fuerzas militares carecen específicamente de permiso para hacer. De ahí mi confusión.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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