E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson-Washington. Ahora que la Guerra de Irak ha terminado — para las tropas regulares, por lo menos — sólo hay una cosa clara del resultado: Nosotros no ganamos.Tampoco perdimos, en el sentido de ser derrotados. Pero las guerras ya no acaban con ceremonias de rendición y desfiles de confeti. Acaban en una bruma de ambigüedad, y es más fácil discernir lo que se ha sacrificado que lo que se ha ganado. Así son las cosas tras siete años de luchar en Irak, y así serán después de al menos 10 años — probablemente más, antes de que hayamos acabado — en Afganistán.

George W. Bush optó por enviar tropas estadounidenses a invadir y ocupar Irak, incluso si no había ningún motivo acuciante para hacerlo. No voy a hacer un refrito de todos los argumentos de lo que se sospechaba, se informaba o «se confirmaba» de las inexistentes armas de destrucción masiva que aportaron la justificación de la guerra para la administración Bush. Pero incluso si Bush y sus ayudantes estaban convencidos sinceramente de que Saddam Hussein buscaba activamente la forma de desarrollar armas nucleares, químicas o biológicas, no tenían ningún motivo para creer que Estados Unidos o sus aliados se enfrentaban a una amenaza inminente o incluso próxima.

Vieron la oportunidad no sólo de deponer a un repugnante déspota, sino de remodelar Oriente Medio implantando en su corazón una democracia pro-occidental. Triunfaron en lo primero pero no en lo segundo.

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La guerra iba camino de convertirse en un fracaso desastroso hasta que la minoría sunita del país se revolvió contra los yihadistas de Al Qaeda que habían inundado Irak para luchar contra los odiados americanos — y el incremento de efectivos de Bush, competentemente liderado por el General David Petraeus, capitalizó este cambio de tornas. Como resultado, Irak no se desintegró en el vasto osario de sangre sectaria que muchos habían predicho. Pero tampoco se convirtió en una entidad política coherente y operativa — meses después de las últimas elecciones, aún no se ha formado un nuevo gobierno — ni tampoco terminó la violencia. Los insurgentes siguen sembrando el caos de manera periódica, como hicieron la última semana en una serie de ataques coordinados.

Una cosa que no ha cambiado de las guerras es que siempre tienen consecuencias imprevistas. En el caso de Irak, el mayor cambio imprevisto es que Irán se ha hecho con una influencia y un poder tremendos en la región — y está mucho más cerca de convertirse en potencia nuclear. Vamos a votar: ¿quién piensa que Oriente Medio es hoy un lugar más seguro que antes de la invasión estadounidense?

Las estimaciones dicen que por lo menos 100.000 iraquíes, y muchos más quizá, han muerto como resultado del conflicto. Hasta el momento, 4.416 militares estadounidenses han perdido la vida y más de 30.000 han resultado heridos de gravedad. Las estimaciones del coste total de la guerra rondan la friolera de 700.000 millones de dólares.

Aún así, Sadam está muerto y enterrado y hay un gobierno nacional electo, más o menos, en Bagdad. Bajo tutela estadounidense, las fuerzas iraquíes de seguridad han reunido un operativo suficiente para mantener un mínimo de orden en la mayor parte del país. No, no perdimos, pero tampoco podemos declarar victoria.

Ese será también el epitafio de la guerra de Afganistán. Ya está claro que la promesa del Presidente Obama de iniciar la retirada el próximo julio no está concebida para indicar el final de los combates. Esta invasión tenía el objetivo de destruir la base de operaciones de Al Qaeda, junto al régimen talibán que protegía a los terroristas. Las fuerzas estadounidenses y aliadas lograron el éxito en poco tiempo — pero aquí estamos, nueve años después, aún en guerra.

Obama intenta un incremento de efectivos propio, habiendo triplicado la cifra de personal militar destacado en el país desde que fue investido. La verdad es, sin embargo, que siendo capaces de dejar un Irak que se mantiene unido con alfileres, haría falta un esfuerzo monumental — y muchísima suerte — para llevar a Afganistán hasta esa condición. Teniendo en cuenta el extremo atraso y la corrupción del país, es inevitable que dejemos atrás un caos.

Igual que hemos dejado el futuro de Irak en manos de los iraquíes, al final dejaremos el futuro de Afganistán en manos de los afganos. ¿Alguien cree otra cosa? Si no es así, ¿cuántos estadounidenses más deben morir para que aceptemos el ambiguo resultado — realmente no perdemos, pero realmente no ganamos — que sabemos asoma entre la niebla?

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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