E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson-Washington. Durante el vuelo de regreso a Washington desde Pensacola, Florida, el 15 de junio, el Presidente Obama y el caballero al que encargó la gestión de la marea negra del Golfo, el almirante de los guardacostas en la reserva Thad Allen, mantuvieron una de esas conversaciones Sureñas de admisión de culpa bajo el peso de las pruebas. La administración estaba siendo severamente criticada por dar una respuesta lenta y descoordinada al desastre medioambiental, y el presidente quería saber, en ese preciso momento, los recursos que Allen necesitaba para cerrar la cuestión. Obama dejó claro, en palabras de Allen, que «no habría más oportunidades».Esa conversación a bordo del Air Force One marcó lo que Allen consideraba, durante una entrevista reciente, el «punto de inflexión» en los esfuerzos por contener el mayor vertido de crudo de la historia estadounidense. Allen dice que informó a Obama de que su problema más acuciante no tenía nada que ver con lo que sucedía bajo la superficie ni a lo largo de la costa del Golfo, sino con lo que pasaba en el cielo.

Helicópteros y avionetas zumbaban por encima de la marea en un enjambre descoordinado, sin lograr nada de valor y apenas logrando no colisionar entre sí — ya se habían registrado ocho incidentes de colisión salvada por los pelos. Lo que hace falta desesperadamente, decía Allen al presidente, es el control militar del espacio aéreo. Obama dio la orden de cerrar el espacio.

«Tenemos que gestionar la situación igual que una batalla espacial tridimensional», recuerda Allen. «Me levanté a las cuatro de la mañana siguiente y redacté un correo electrónico explicando a todo el mundo que íbamos a alejarnos de la respuesta tradicional a los vertidos y que pasábamos a la proyección tridimensional de operaciones bélicas».

Allen dice que esto supuso la diferencia. Con un mando de control radicado en la Base Tyndall de las Fuerzas Aéreas en las inmediaciones de Pensacola coordinando todo el tráfico aéreo de la zona, Allen pudo dejar de preocuparse tanto por los posibles accidentes y desplegar su flota improvisada de aparatos militares y civiles con mayor eficacia para encontrar las manchas y los brazos de crudo dispersos de forma generalizada.

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Con una observación enormemente mejorada desde el cielo, dice Allen, fue posible desplegar mejor los miles de embarcaciones que estaban peinando las aguas del Golfo en busca de combustible que quemar, recoger o contener mediante las redes flotantes. ?stas incluyen a los muchos «buques de recreo» — camaroneros, lanchas y similares — que no estaban equipados adecuadamente para encontrar las manchas de crudo por su cuenta. «A medida que el petróleo se aproxima a la costa, es más difícil de encontrar», dice Allen. «Hay que ser capaz de informar a la embarcación, ‘casi habéis llegado, os falta una milla al oeste'».

La administración anunciaba a bombo y platillo la semana pasada que de los alrededor de 4,9 millones de barriles de crudo que brotaban del yacimiento de la Deepwater Horizon, las tres cuartas partes del total se habían recogido, separado, quemado, dispersado — o simplemente evaporado — antes de poder echar a perder la costa. Algunos expertos han considerado esta evaluación abiertamente optimista, y sigue habiendo graves interrogantes en torno a los posibles efectos medioambientales a largo plazo del crudo que permanece en el Golfo.

También hay dudas del impacto final de los detergentes que BP dispersó en concentraciones sin precedentes. Allen reconoce que la cantidad de crudo que permanece en el Golfo, y el impacto que crudo y detergentes están teniendo sobre la vida marina, no se conocerán realmente hasta que los científicos tengan oportunidad de llevar a cabo estudios en profundidad.

También se desconoce la forma en que la tecnología improvisada que se terminó utilizando para cerrar la fuga cambiará la forma en que trabaja la industria petrolera en el Golfo. Antes del accidente, dice Allen, no existía ningún protocolo para la gestión de un suceso así. Al reunir de forma improvisada algunas técnicas y equipos utilizados en el Mar del Norte y otros utilizados en la plataforma atlántica de Angola, los ingenieros descubrieron formas de capturar parte del crudo, creando, en la práctica, «un sistema de producción petrolera que no existía en el Golfo de México».

Allen, de 61 años, era comandante de los Guardacostas cuando Obama le puso a cargo de la gestión de la marea negra, pero se jubilaba de su puesto varias semanas después. Ha accedido a permanecer en su puesto hasta que haya la certeza de que la crisis ha terminado. Al ser preguntado si sabía cuándo le iba a relevar el presidente de sus funciones, Allen decía, «He solicitado una vista de condicional. Pero sé que mi marcha depende de las condiciones».

Gran parte de su atención se dedica ahora a contener y limpiar el crudo presente — y emplearse a fondo para garantizar que el conocimiento adquirido al hacer frente al vertido de la Deepwater Horizon recibe el mejor de los usos.

«Sería como añadir un delito a otro» decía, «si no convertimos éste en uno de los grandes laboratorios de aprendizaje de la historia de este país».

© 2010, The Washington Post Writers Group

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