E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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[Washington Post – Radiocable.com] «El final de una era» es un adagio desgastado por el uso, pero en este caso es apropiado: el último de los viejos Demócratas del Sur ha muerto.

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El Senador Robert Byrd se había arrepentido hacía tiempo, por supuesto. De Virginia Occidental, falleció este lunes a los 92 años y lamentó profundamente su pasado segregacionista, que incluía un año como miembro del Ku Klux Klan y al menos varios más como simpatizante del Klan. Con el tiempo se convirtió en un apasionado defensor de los derechos civiles, y fue uno de los partidarios más acérrimos de la legislación que convirtió en fiesta nacional el cumpleaños del reverendo Martin Luther King Jr.

Pero eso fue después de la epifanía personal de Byrd. En medio de lo que seguro será una avalancha de elogios sinceros a toda una vida de servicio a la nación, es importante señalar que la suya es una historia de cambio y redención – y que Byrd y su partido tienen un pasado vergonzoso a superar.

En la primera campaña de Byrd a la Cámara en 1952, su rival hizo público un escrito que Byrd había remitido al maestre imperial del Klan en 1946. La fecha es relevante porque Byrd dijo haber cortado sus vínculos con la organización racista – que hoy llamaríamos grupo terrorista – en 1943. «El Klan hace más falta hoy que nunca, y estoy impaciente por contemplar su renacimiento aquí en Virginia Occidental», escribía Byrd.


Corrían los tiempos en los que el Sur era un sólido bastión Demócrata – y en que la postura socorrida de los Demócratas del Sur consistía en defender la segregación de las razas. En 1964, Byrd se unió a otros miembros de su partido, dirigido por Richard Russell, de Georgia, para intentar tumbar la Ley de Derechos Civiles. Por aquel entonces, a los aspirantes a obstruccionista se les exigía protagonizar un veto legislativo en lugar de amenazar con usarlo simplemente. Byrd dirigió el pleno del Senado durante 14 horas en un intento en última instancia tan inútil como la batalla final en Gettysburg.

«Los hombres no son creados iguales hoy, y no eran creados iguales en 1776, cuando se redactó la Declaración de la Independencia», anunciaba Byrd a gritos durante su diatriba. Los hombres y las razas de los hombres difieren en apariencia, constitución física, fortaleza física, coeficiente intelectual, creatividad y visión».


Byrd también se opuso a la Ley Electoral de 1965 y a la mayoría de los programas de Johnson para combatir la pobreza, diciendo que «podemos sacar de los barrios obreros a la gente, pero no podemos sacar el barrio obrero de la gente».

De 1961 a 1969, Byrd presidió un subcomité del Senado que tenía un enorme control sobre las cuestiones administrativas locales del Distrito de Columbia. Apoyó destinar más fondos federales a los servicios locales, pero también indignó a los activistas locales con una cruzada en toda regla por sacar de los programas sociales a los receptores de la ayuda sin un derecho claro a ella.

«Tenía una forma de hablar más fluida que la mantequilla», recuerda el reverendo Walter E. Fauntroy, el primer parlamentario del Distrito al Congreso, sin derecho a voto, «pero llevaba el conflicto en el corazón».

Ese espíritu marcial se hizo patente en 1968, cuando estallaron los disturbios tras el asesinato de King. «Si hace falta el ejército, la Marina, las Fuerzas Aéreas, los Marines para poner en su sitio a los gamberros, que así sea», dijo. Bueno, tenía una especial habilidad con la palabra.

La trayectoria de Byrd – de segregacionista amargado a amado decano del Senado – es en realidad un relato esperanzador quintaesencia de la historia americana. Era un hombre de su tiempo, y sus opiniones en materia racial seguían de cerca a las opiniones de los electores a los que tan lealmente representó. Hubo un tiempo en que iguales pero lejos era la postura generalizada entre los blancos el Sur, y el hecho de que las primeras palabras y obras de Byrd resulten tan chocantes hoy es testimonio de lo lejos que ha ido el país.

La carrera de Byrd es también un recordatorio de que ningún partido político tiene el monopolio de la sabiduría o la virtud. Fueron los Demócratas del Sur los que trataron desesperadamente de negar la igualdad a los afroamericanos, y fue el voto de los Republicanos del norte lo que ayudó a aprobar la histórica legislación. Los blancos del Sur cambiaron de partido haciendo del Sur un bastión del Partido Republicano. ?sta ha sido la situación desde hace décadas – pero no durará para siempre.

La semana pasada, en mi estado natal de Carolina del Sur, un afroamericano llamado Tim Scott derrotó al hijo de Strom Thurmond en las primarias Republicanas por un escaño en la Cámara. Con la candidatura Republicana a la gobernación se alzó Nikki Haley, de ascendencia hindú y llamado «paki» por uno de los críticos Republicanos. En Alabama, el Representante Artur Davis no logró ser el primer afroamericano en hacerse con la candidatura Demócrata a la gobernación – sobre todo porque dio por sentado el apoyo del voto afroamericano.

La sorprendente carrera de Robert Byrd nos recuerda que los tiempos cambian que es un gusto. Y la gente también.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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