E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Cualquiera que viera la televisión en la noche del miércoles mientras el Presidente Obama explicaba sus propuestas de reforma sanitaria al Congreso vio a un jefe del ejecutivo haciendo lo que sonaba a generoso llamamiento al bipartidismo — comportándose sus detractores como un puñado de estudiantes contrariados. Obama debería ignorarles, incluso si dejan de respirar hasta ponerse azules.

Los Republicanos de la Cámara fueron particularmente ostentosos a la hora de manifestar su falta de respeto no sólo a Obama sino al cargo que ostenta. La salida de tono del Representante de Carolina del Sur Joe Wilson – que gritó «¡miente!» cuando Obama dijo que su plan no asegurará a los ilegales — fue sólo la muestra más flagrante de desprecio. El Representante de Virginia Eric Cantor, coordinador de la oposición en la Cámara, jugueteaba con su BlackBerry mientras el comandante en jefe estaba hablando. Los demás Republicanos montaron un número de agitación de sus presuntos planes propios de reforma, que realmente no son ningún plan.

Y el Representante de Texas Louis Gohmert agitaba carteles escritos a mano delante del presidente, igual que si creyera estar asistiendo a una de esas asambleas preparadas en lugar de a una sesión solemne de la instancia legislativa más elevada de la nación.

A lo largo del discurso se produjeron quejas, ataques y escándalos en el hemiciclo Republicano que no sólo fueron indignos sino francamente antiestadounidenses. Cuando fui corresponsal en Londres, cubrí sesiones de la Cámara de los Comunes británica mucho más escandalosas — así es como trata el Parlamento al primer ministro, que es el jefe de gobierno. En los Estados Unidos, simplemente no es así como el Congreso trata al presidente, que es el jefe de estado.

El Congreso no interrumpió a Lyndon Johnson de esa forma durante la guerra de Vietnam ni a Richard Nixon durante el escándalo Watergate. El Congreso no mostró ese grado de amargura y agresión ni siquiera contra George W. Bush, que mintió — concretamente, acerca de la información de Inteligencia en la que se basó su administración para justificar una guerra innecesaria que ha costado 4.300 vidas estadounidenses y el dinero suficiente para financiar durante una década la propuesta sanitaria de Obama.

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Wilson emitió un comunicado de disculpa después del discurso, diciendo que había «dejado que mis emociones se impusieran a lo mejor de mí» y llamando a su interpelación «inapropiada y lamentable». Como suele ser el caso con las disculpas, no sonó sincero — una variante de la evasión «se han cometido errores». De hecho, sin embargo, los Republicanos derechistas en el Congreso, especialmente los de la Cámara, son demasiado sinceros. Y ese es el problema.

Las elecciones del noviembre pasado perjudicaron tanto al Partido Republicano que la nación sufre ahora los efectos secundarios. Los Republicanos castigados en las urnas por los fallos de los años Bush fueron los que aspiraban a los distritos más reñidos, lo que significa que tendían a ser relativamente moderados. Los que representan a distritos electorales sólidamente Republicanos estaban a salvo, y su mayor temor no es ser derrotados por un Demócrata en otoño sino verse desafiados por un contrincante en las primarias que sea aún más de derechas.

Hay un buen número de pragmáticos Demócratas en el Congreso — lo que es el motivo de que la reforma sanitaria esté siendo examinada tan a fondo por los Demócratas conservadores. Entre las filas Republicanas, en especial en la Cámara, los pragmáticos son contados y los ideólogos son legión. Probablemente muchos de ellos crean las tonterías que vomitan sobre el socialismo incipiente y la amenaza urgente a la América que conocemos. Pero sigue siendo una tontería. La sinceridad de los ideólogos hace más peligrosa esta retórica tóxica de rechazo.

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Observará que aún no he mencionado la raza. Para que conste, sospecho que la raza de Obama conduce a alguno de sus críticos a pensar que tienen permiso para negarle la legitimidad, el respeto y la cortesía que se deben a un presidente. Sin embargo, no puedo demostrar esto. Y si tengo razón, ¿qué se supone que debe hacer al respecto? No hay forma de obligar a la gente a buscar en su alma rastros de prejuicios raciales conscientes o inconscientes. Podríamos tener un interesante debate acerca de la imagen histórica del hombre negro en la sociedad norteamericana, pero no nos va a acercar a la sanidad universal.

Lo que nos acercará a ella, estoy seguro, es la clara determinación inflexible que Obama manifestó a la nación el miércoles. Su discurso más importante, pienso, se pronunciaba casi al principio: «No soy el primer presidente en adoptar esta causa, pero estoy decidido a ser el último.»

Dijo a aquellos que apoyamos una opción pública de protección sanitaria que podríamos tener que conformarnos con menos. Hizo un gesto a los Republicanos en la reforma del código civil. Y dejó una idea muy clara en el aire: podéis patalear todo lo que queráis, que esto se va a hacer.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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