Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen-Washington. En 1938, el Presidente Franklin D. Roosevelt propuso una conferencia internacional en Evian-les-Bains, Francia, con el fin de abordar el urgente problema de los refugiados judíos procedentes de la Alemania Nazi. Representantes de 32 países se reunieron durante nueve días, tratando de abordar una catástrofe humanitaria. Al final, sólo la República Dominicana accedió a admitir más refugiados judíos y Hitler, siguiendo el curso de las cosas desde Berlín, llegó a la conclusión de que el mundo le permitiría hacer con los judíos lo que quisiera. Asesinó a 6 millones de ellos.

La conferencia de Evian ya no se menciona más — aunque nunca debería ser olvidada. Fue un monumento a la apatía y la indiferencia internacionales, por no decir de atroz egoísmo — «dado que no tenemos ningún problema racial real, no estamos deseosos de importar uno», manifestó el delegado australiano. Los participantes se reunieron en el Hotel Royal, un refinado enclave a orillas del lago Ginebra, y resolvieron cruzarse de brazos solamente. Tenían sus razones.

Escuchamos parte de esas mismas valoraciones expresadas por los detractores de la intervención estadounidense en Libia. No comparo la situación allí con la inminencia del Holocausto, solamente el asombroso deseo de personas buenas de enmascarar su fría indiferencia con llamamientos a la prudencia fiscal o algo parecido. Columnista tras columnista, particular tras particular, me dicen que Estados Unidos no pinta nada interviniendo en Libia — que haría falta una estrategia de salida o el permiso del Congreso, y que si Estados Unidos no puede intervenir en todos lados (Newt Gingrich mencionaba Zimbabwe, prefabricando una guerra civil exclusivamente para la ocasión), entonces no podemos intervenir en ninguno. Esto, de alguna manera, se afirma públicamente igual que si fuera un principio lógico — no hagas nada a menos que se pueda hacer todo.

Tras redactar una columna instando a Estados Unidos a imponer una zona de exclusión aérea, un asesor presidencial puntual que me llamó la atención me agasajaba con la posibilidad de que las escuelas de América tuvieran que cerrar, todo a causa de que habían caído bombas sobre Libia. Otros adoptaron el mismo discurso. Cualquiera diría que las escuelas iban a cerrar por todo el país, un centro escolar por cada despegue de la base aérea de Aviano, Italia. Simplemente no podemos permitirnos una intervención así, se me dijo, incluso si las escuelas están financiadas por las administraciones locales.

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¿Cuánto va a costar la intervención libia? Nadie sabe decirlo. Tal vez 1.000 millones, tal vez menos. La zona de exclusión aérea se impuso casi al instante – en realidad Libia no tiene fuerza aérea — y parte de la factura ha corrido por cuenta de los aliados. La guerra es cara – un F-15 sale por alrededor de 10.000 dólares la hora de vuelo, pero parte de este vuelo se realiza de todas formas. El resumen es que Libia no es un revienta presupuestos.

Aún así, una pregunta mejor es: ¿Cuánto va a costar salvar vidas? Eso es, después de todo, de lo que va esta operación — la posibilidad de que Muammar Gaddafi se dedique a ajustar cuentas de la forma más horrorosa posible. Apoyándose en sus antecedentes y los indicios claros de que está mal de la cabeza, el baño de sangre es una posibilidad real. ¿Qué debería haber hecho el mundo? ¿Nada? ¿Presionar a Gadafi con sanciones, congelar sus cuentas suizas y clausurar judicialmente la exclusiva residencia londinense de su hijo? Ninguna de estas medidas habría surtido un efecto inmediato. Las sanciones son un veneno lento. Hacía falta una medida radical.

Esta impactante indiferencia a las consecuencias de no hacer nada, o de hacer algo tan lento que en la práctica es no hacer nada, flota de pronto en el aire — el denominado argumento realista. Tristemente, el mensaje procedía del sorprendentemente frío corazón del progresismo. La revista The Nation, la fiable voz de la izquierda estadounidense, lo decía con estas palabras: «Teniendo en cuenta nuestro masivo déficit presupuestario y el hinchado gasto del Pentágono, nunca ha habido un mejor momento para que América ponga fin a su papel de policía global en favor del multilateralismo económico y diplomático». En otras palabras, vaya por la otra ventanilla.

Se pueden hacer argumentos — argumentos razonables — en contra de la intervención libia. Puede que las cosas empeoren. Tal vez nos quedemos atascados y tengamos que permanecer años. Tal vez los rebeldes sean los malos de verdad.

Por otra parte, había vidas en juego claramente y algo había que hacer. El mundo no se podía cruzar de brazos y quedarse mirando mientras algún demente se despachaba con los suyos — en el fondo, una repetición de la conferencia de Evian. La intervención libia sienta un precedente: Existe algo llamado comunidad internacional y, tan incipiente como pueda ser, insistirá en determinados mínimos hasta para las dictaduras: Las poblaciones no están para matarlas.

Richard Cohen
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