Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. De vez en cuando, las palabras de Casey Stengel me vienen a la cabeza. El veterano manager de los New York Yankees, acostumbrado una profesionalidad prusiana en la práctica y el ejercicio del béisbol, dejó vacante el puesto pasando a los extrañamente gafados New York Mets en 1962 y, pasando revista a su equipo, pronunció una exasperada pregunta: «¿Es que nadie aquí sabe jugar a esto o qué?» Lo que se aplicaba a esos Mets es válido para la administración Obama. En Oriente Próximo, no hay puntos y se producen montones de errores.

El terreno de juego de la incompetencia de la administración es la cuestión de los asentamientos de Cisjordania. Esto es una especie de nomenclatura errónea, puesto que algunos de los asentamientos se adentran temerariamente en Cisjordania – Ariel, por ejemplo – y otros son zonas indistinguibles de Jerusalén. Todos son, según ley internacional, ilegales. Pero algunos, al margen de legalismos, van a quedarse. Hasta en Oriente Medio, el sentido común puede jugar un papel. Los asentamientos de la zona de Jerusalén no van a ser abandonados por Israel.

La cuestión de los asentamientos es compleja, pero no irresoluble. Lo que sí reviste, sin embargo, es enorme valor simbólico. Los asentamientos son la forma en que los sionistas se asentaron en Israel — y el Israel que más importa a algunos nacionalistas y judíos ortodoxos no es esa franja costera de estilo Miami, Tel Aviv, sino las zonas cisjordanas de Judea y Samaria, el corazón del Israel bíblico. Para un número significativo de israelíes, pero lejos de la mayoría, los asentamientos tienen importancia religiosa e ideológica. Esto no va de dos habitaciones con vistas espectaculares.

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En cuanto al palestino medio, los asentamientos son una china en el zapato. La construcción de cada uno significa otro trozo más de su territorio que ha ido al enemigo y no puede formar parte de un estado palestino. Es un recordatorio desafiante de impotencia, de la incapacidad de controlar la vida o el destino — y de una siniestra trayectoria que no ha visto sino derrotas. A los palestinos les gustaría ganar para variar.

Teniendo en cuenta la naturaleza altamente emotiva de la cuestión de los asentamientos, no tiene sentido para la administración — en realidad, para el propio Presidente Obama — promover una moratoria tajante de la construcción como la condición de las conversaciones de paz. El gobierno de Binyamin Netanyahu capituló, bajo presión extrema, pero sólo a una moratoria de 10 meses. Para Netanyahu, es en sí misma una concesión importantísima. Encabeza una coalición de derechas que se toma muy en serio los asentamientos. Netanyahu tenía una elección: ceder a las condiciones de Obama y que su gobierno se viniera abajo, o poner fin a la moratoria. El domingo, cumpliéndose los 10 meses, eligió lo segundo.

Veremos si el final de la moratoria se traduce en el final de las conversaciones de paz. El presidente palestino Mahmoud Abbás no ha puesto — o no ha puesto aún — punto final a las negociaciones. Va a consultar con sus colegas líderes árabes. En el ínterin, Obama tendría que consultar con alguien que conozca la región — y escucharle o escucharla. El problema es que muchos expertos le han dicho que su acento en los asentamientos era el camino equivocado a seguir. A última hora de la semana pasada y de la sucesión de reuniones mantenidas en las Naciones Unidas, estaba claro que Netanyahu no iba a convocar a su gabinete para prolongar la moratoria de los asentamientos. Pero la Casa Blanca no sólo rechazó esta advertencia, sino que el presidente repitió su llamamiento a una moratoria. «Nuestra postura en esta materia es conocida», decía a la Asamblea General de la ONU. «Creemos que la moratoria debería prolongarse». Bueno, no fue así.

Desde el principio, el presidente ha seguido un discurso muy duro contra los asentamientos, rechazando distinguir entre un apartamento en Jerusalén y un campamento en las colinas dentro de Cisjordania. Tampoco parece comprender su importancia religiosa, cultural o histórica para algunos judíos. Determinados israelíes de derechas han reaccionado con la misma falta de empatía. Un líder de los asentamientos, Gershon Mesika, llamaba a Obama por su nombre de pila, Hussein — un intento juvenil de insulto.

El enfoque Obama del problema palestino israelí ha sido contraproductivo. O los palestinos tienen que apearse de su insistencia — aún más importante, de la de Obama — en que todos los asentamientos sean abandonados o Netanyahu tiene que apearse de su promesa de que cualquier moratoria será temporal. O Abbás o Netanyahu tienen que perder credibilidad y ninguno de los caballeros puede permitírselo. No son simples negociadores; son los jefes de gobierno.

También Obama tiene que economizar su credibilidad. Imprudentemente exigía algo que Israel no puede dar ya. Fue mal gesto diplomático, que no recuerda ni a Metternich ni a Kissinger, sino al viejo profesor y su pregunta a los torpes Mets. La respuesta, hasta el momento, es no.

Richard Cohen
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