Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington Buscando en el Google de mis entretelas por no tener nada mejor que hacer una tarde, decidí unir «sanidad» e «imponer» en la misma búsqueda para ver lo que pasaba. Lo que obtuve fueron alrededor de 9,8 millones de resultados, justo en la diana parte de ellos y reflejando el argumento conservador actual de que tras más de un año, varias votaciones, incontables discursos presidenciales y tener que ver la cara de Harry Reid unas 10.000 veces, el anteproyecto de reforma de la sanidad está siendo sometido a trámite «por imposición a toda prisa» en el Congreso – un absurdo que hoy es moneda de cambio a base de repetirse hasta en la sopa. No es exactamente la famosa Gran Mentira tan cacareada, sólo una miserable.

El alardeado hombre razonable protestaría diciendo que una vida entera de tentativas de reforma sanitaria no equivale a someter un proyecto a trámite por embestida, pero las encuestas sí sugieren que el plan del Presidente Obama – y ahora es su plan – no cuenta para nada con el beneplácito de la opinión pública. Esto es todo el argumento contra el proyecto de ley. Más bien es algo totalmente fuera de lugar.

En nuestra cultura obsesionada con las encuestas parece raro que un presidente intente algo impopular pero acertado. Después de todo, el proyecto de reforma sanitaria no conlleva réditos para nadie que lo vote. Sus beneficiarios inmediatos son los no asegurados, que son los pobres y vulnerables, y los jóvenes y los delirantemente invencibles. Como bloque electoral, casi no cuentan.

El resto de América ve el anteproyecto y se encoge de hombros. No parece prometer nada, aparte de dificultades. Los ancianos tienen Medicare y la mayoría de los trabajadores tiene un seguro de un tipo u otro. Claro, muchos temen perder lo que tienen ahora y con razón odian a las aseguradoras, pero parecen preferir sus seguros actuales antes que lo que les han contado será un programa dirigido por hoscos ex burócratas soviéticos. El que ponga un pie en la calle, fulminado.

Como con casi todo lo demás que la administración Obama ha intentado hacer, los beneficios de la reforma sanitaria o son invisibles a las cámaras de televisión inmensamente importantes, o se esperan en el futuro. Nadie puede ver el ahorro – ni el sistema de salud, ni la economía en general – no porque sean ficticios, sino porque no se pueden grabar.

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Lo mismo sucede con los fabricantes de automóviles que no desaparecieron, con un sistema financiero que no se vino abajo, y con los empleos que fueron salvados junto a una tasa de paro que recientemente se ha reducido.

Como cualquiera del mundillo de la televisión le puede decir, es imposible grabar un descenso del paro o un banco rescatado – el «antes» y el «después» son idénticos – ni, a esos efectos, a los profesores que no fueron despedidos porque su sistema escolar tiene los fondos del paquete de estímulo. Son el equivalente visual del sonido producido por el árbol que cae en el bosque y que nadie escucha. No hay nada que mostrar en cámara. La guerra de Irak no acabará con Obama en la cubierta de un portaaviones, revolcándose en muestras horteras de patriotismo. La imagen simplemente se apagará. Se trata del dilema de las relaciones públicas y, en el caso de Obama, de una catástrofe política.

Grandes presidentes han marcado el paso. En cierto sentido, Lincoln «impuso» la abolición de la esclavitud igual que Roosevelt «impuso» la ley de apoyo a los países que combatían contra Alemania, Truman la des-segregación del ejército y Lyndon Johnson «impuso» la Ley de Derechos Civiles haciéndola tragar a un Sur con náuseas. ?stas podrían considerarse cuestiones más dramáticas que la mundana sanidad, lo admito – pero admita usted la excepción de la persona que se salta citas con el médico porque no puede permitirse el lujo de estar enfermo. Para esa persona, este proyecto de ley es tan dramático como la diferencia entre la enfermedad y la salud – el gran rasero de la humanidad.

El hecho funesto es que el país sufre de un exceso de democracia – un porrón de grupos de interés, un porrón de blogs, un porrón de debates, y todos ellos insistiendo en la transparencia para que tropecientos pares de ojos miren a los políticos por encima del hombro. El arcano pero imprescindible arte de la política rehúye la luz del sol. Poco se puede hacer. La trastienda se ha convertido en un plató y los encuentros en seminarios. Estamos condenados. Peor aún, estamos cansados.

Google no cuenta toda la historia. No responde a lo que la vieja creencia de que «la mayoría manda» – un mantra de la infancia virtualmente – tiene de malo. Nunca fue «la mayoría absoluta manda», y la presidencia nunca pretendió ser una veleta, girando hacia tal o cual sentido al más leve soplido de la encuesta más reciente. Lidere y el pueblo le seguirá — o no. De cualquier manera, imponga la maldita legislación, Señor Presidente. ¡Impóngala!

Richard Cohen
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