Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Esta es una columna de buenas y malas noticias. La buena noticia es que la delincuencia vuelve a descender en todo el país — en las grandes ciudades, los municipios pequeños, los núcleos urbanos incipientes y las ciudades no aptas para asustadizos. Sorprendentemente, esto ha sucedido al borde de la Gran Recesión, lo que significa que todos aquellos desposeídos cuyos actos delictivos atribuir a la pobreza — mi opinión hace mucho — tienen una reevaluación titánica que hacer. Puede que, como los conservadores vienen insistiendo todo el tiempo, los actos delictivos sean cometidos por delincuentes. Para los izquierdistas, son noticias pésimas de verdad.

Las cifras son bastante alarmantes. Del año 2008 al 2009, los actos delictivos con violencia descendieron un 5,5% en total y casi el 7% en las grandes ciudades. Algunas de esas grandes ciudades están vinculadas a la delincuencia como el gin a la tónica o John McCain al oportunismo político. En Detroit, por ejemplo, con la industria automovilística despidiendo gente a mansalva, el delito con violencia descendió un 2,4%. En Washington D.C. la delincuencia descendió un 23,1%, las violaciones un 19,4% y los delitos contra la propiedad un 6%. Las estadísticas de corrupción política no se facilitan.

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Probablemente las cifras más sorprendentes son las llegadas de Phoenix, que pensaba hundirse en un mar de inmigrantes rapaces y supuestamente inmorales, ilegales todos ellos y a la espera de la caída de la noche y la oportunidad de un allanamiento de morada o un formidable robo. Por así decirlo, el registro de delitos se ha derrumbado virtualmente. Para sorpresa sin duda de los presentadores de la televisión, el delito con violencia descendió casi el 17%. Vuelve al 11.

¿Qué está pasando? Un gran número de cosas, dicen los expertos. Como es siempre el caso, la policía se echa flores por la magnífica labor policial, mientras otros citan el descenso en el consumo de crack. Esas respuestas, no obstante, sólo son satisfactorias en parte porque, créame, en el momento en que la delincuencia inicie su inevitable ascenso, las mismas autoridades policiales culparán a condiciones económicas o sociales más allá de su control — por no mencionar la inevitable falta de efectivos.

Cualquiera que sea el motivo, parece ya bastante claro que algo parecido a la cultura y no las condiciones económicas es el origen de la delincuencia. En general, la gente corriente no se ve envuelta en una vida de delitos por haber sido despedida o porque el valor de su vivienda sea inferior al de su hipoteca. Hacen algo diferente, pero al margen de lo que sea, en general no implica deshacerse de un cadáver. Una vez que esto se convierta en una verdad aceptada, los delincuentes perderán la posición que les resta como víctimas.

No es tan descabellado como pudiera parecer. Recuerdo que tras los disturbios de Watts de 1965 (34 muertos), alguien decidió que la turba sólo estaba saqueando las tiendas propiedad de avaros y tacaños. En otras palabras, los propietarios lo tenían merecido y los alborotadores, entiéndase los delincuentes, sólo estaban cogiendo lo que les pertenecía, a menudo en forma de equipo de televisión.

Así que dos años más tarde, nada más acabar los disturbios de Newark (26 muertos), llevé a cabo una encuesta independiente totalmente oficiosa entre los establecimientos saqueados. No detecté ningún patrón. Los propietarios generosos se vieron en la ruina. Gente honesta salió perdiendo. La turba no estaba administrando justicia. Estaba sacando cosas gratis.

La encuesta Watts tendía a apoyar el dogma progresista de que los delincuentes son como todo hijo de vecino, sólo que en situación más precaria. Probablemente el ejemplo definitivo de esto me fuera citado hace años por una mujer a la que le arrancaron un collar mientras caminaba por Manhattan. Mientras yo le ofrecía mis condolencias, ella decía del ladrón — no me lo estoy inventando — «probablemente lo necesite más que yo». Esto es culpa progresista en toda su gloria.

Una generosa dosis de legislaciones se basó en ese enfoque. Convertían a las víctimas en delincuentes y a los delincuentes en víctimas (toda riqueza procede del robo, etc.) — y al hacerlo, se insultaba a los pobres respetuosos con la ley que de alguna manera carecían del juicio para captar su histórica situación injusta. Esta ideología era ridiculizada por Stephen Sondheim en sus diálogos de la canción de «West Side Story» «Gee, Officer Krupke»: «Amabilísimo Sargento Krupke, tié que comprender, sólo es nuestro kelo lo que nos hace portal mal. Nuestras madres drogatas todas, nuestros padres todos borrachos. ¡Por Moisés, pos claro que somos tiraos!» En otras palabras, todos los miembros de la banda eran el producto inevitable de su entorno.

El sentido común te dice que el entorno tiene que desempeñar un papel y que los que están en una tesitura verdaderamente complicada a veces violan la ley – como el mísero Jean Valjean de Víctor Hugo, que robó pan para los hijos de su hermana. Pero las estadísticas de la delincuencia más recientes sugieren claramente que los malos tiempos no hacen por fuerza malas personas. El mal carácter sí.

Richard Cohen
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