E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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No hay razón buena para que negociaciones presupuestarias y techo de la deuda se paralicen, porque la solución es evidente: Sobre todo, no empeorar las cosas.

La receta Hipocrática debería de ser algo en lo que confusos economistas y políticos enfrascados en batallas podrían convenir. Con la nación luchando por recuperarse de una recesión devastadora, el paro estancado a niveles de crisis, los mercados financieros aterrorizados por la posibilidad de impagos europeos y consumidores reacios a consumir, no tiene el más remoto sentido sacar dinero de la economía.

Los Demócratas tienen razón al decir que es un momento pésimo para hacer recortes del gasto público. Los Republicanos tienen razón al decir que es un momento malísimo para subir los impuestos. Lo único razonable a hacer es ir tirando – pero de una manera decidida e inteligente.

A nivel práctico, esto se traduce en que los Republicanos tienen que tragar una subida del umbral de endeudamiento y los Demócratas tienen que aceptar dolorosos límites al gasto que se activarán cuando la economía está moribunda. Esto significa que los conservadores han de ser pacientes a la hora de rebajar los gastos y que los progresistas han de ser pacientes a la hora de subir los tipos — hasta en el caso de las rentas altas — hasta los niveles que muchos de nosotros consideramos idóneos.

Todo esto está claro – incluso mientras gran parte de la economía y su diagnóstico se vuelve cada vez más turbio.

De hecho, es razonable plantear si «la decepcionante ciencia» de la economía funciona todavía como herramienta de confianza para realizar análisis y proyecciones. Mientras otros economistas siguen siendo discípulos firmes y convencidos de John Maynard Keynes o de Milton Friedman, otros han empezado a medir sus palabras. Es casi como si las leyes que gobiernan el universo del dinero hubieran cambiado.

Hace dos años escuché, durante un seminario universitario, a un distinguido profeta económico explicar con confianza cómo se iba a desarrollar la recuperación. Mientras algunos indicadores normalmente solventes arrojaban datos anómalos y contradictorios, decía él, lo único que sabía de los precedentes históricos era que las recesiones agudas y profundas se acompañan de recuperaciones fulminantes y acusadas. Hacia al segundo trimestre del ejercicio 2010, decía él, el crecimiento iba a alcanzar el 4% y el paro caería en picado. Los días prósperos iban a volver.

No voy a avergonzar al caballero dando su nombre, puesto que no se alejaba mucho de la opinión de muchos de sus colegas. No hay ortodoxia económica que haya salido ilesa de los últimos años.

El gobernador de la Reserva Federal Alan Greenspan, – convencido firme y obediente de la liberalización en tiempos — tiene al menos la honestidad de admitir que la debacle económica del año 2008 saca a la luz «un defecto» de su ideología y le deja «sumido en un estado de desconcierto incrédulo». Ahí es donde debería de estar la profesión económica entera.

Pero incluso si los economistas no saben dónde está la nación y a dónde se dirige el mundo, hay montones de información para indicarnos dónde estamos ahora. El paro estaba en el 9,1% en mayo, por encima del 9% de abril. La nueva construcción remontaba ligeramente tras haber caído de forma acusada el mes anterior. La venta caía una fracción tras ceder otra fracción. Desde una perspectiva más general, la economía ha mejorado claramente durante el último año — pero la mejora es lenta, inestable y frágil.

Teniendo en cuenta esta tesitura, es difícil imaginar cómo mejora las cosas quitar dinero al consumidor — a través de recortes en el gasto público o bien a través de subidas tributarias. Es fácil ver cómo pueden agravar las cosas estas medidas.

De igual forma, es difícil creer que los déficits multibillonarios en los que se incurre cada ejercicio son una política contundente. Los economistas que con confianza nos dicen que no es problema que la deuda nacional se esté acercando al 100% del PIB más bien parecen tratar de convencerse de que hay una nota positiva. Estoy convencido de que va a pasar muchísimo tiempo antes de que los mercados financieros empiecen a ver a Estados Unidos como una Grecia enorme, pero ese día llegará en algún momento.

¿Y cómo puede convertir el Congreso una crisis de calado en una catástrofe inminente? Pues negándose de forma terca a elevar el umbral de endeudamiento, que sería el equivalente económico a la pataleta del niño.

Está claro lo que hay que hacer. El presidente Obama y los líderes legislativos deberían convenir en una serie de límites inamovibles del déficit que con el tiempo reducirían la deuda. Esto debe de acompañarse de subidas razonables del umbral de endeudamiento.

A continuación pasaremos años inmersos en una lucha difícil pero imprescindible en torno a la clase de administración pública que queremos y lo que estamos dispuestos a pagar por ella. En la actualidad, dirigimos una empresa aseguradora fuertemente endeudada y fuertemente armada — digamos una Aetna Inc. o una Prudential Inc., gigantes y manirrotas con armas nucleares. Eso no va a ganar el siglo XXI.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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