Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

Sobre Cohen

Sus columnas, ahora en radiocable.com

Otros columnistas del WP

 

   

No hablo de ese Newt Gingrich — el virtual muñeco Michelín de grandiosidad, inflado neumáticamente con citas a sí mismo y ganchos dirigidos al votante de los márgenes políticos. No me refiero al caballero cuya vida pública ha sido igual de caótica que su vida privada (y viceversa) y que es capaz de las simplificaciones más siniestras, como la vez en que insinuó que la enferma mental Susan Smith no habría asesinado a sus dos hijos de haber estado en el poder los Republicanos. Este Gingrich es una prueba de Rorschach. Si no le parece que le falta una tuerca, es que le falta una a usted.

El Gingrich al que me refiero no es el caballero de arriba, sino el de las grandes ideas. El término se utiliza por doquier muchísimo y el propio Gingrich se inclina a pensar que cada una de sus ideas es GENIAL. Su cerebro está siempre en activo. Y hasta cuando está vomitando clichés, sabe distanciarse de su verborrea desfasada diciendo algo fresco o provocador o desagradable — para él todo es lo mismo. Sin venir a cuento, ha exhumado al activista marxista leninista Saul Alinsky, cuya fama se limita a los departamentos de sociología de las universidades, y aun así cuyo nombre es tan perfectamente evocador del radicalismo de la vieja escuela, de sonido vagamente europeo, que encaja en la reciente formulación de Gingrich: «gente a la que no le gusta la América clásica». ¿Quién es ese, Newt?

La referencia, aunque bastante esotérica, es sin embargo intrigante. Pone de manifiesto que Gingrich está familiarizado con el difunto padre de la organización de minorías fallecido en 1972, y que por ocupación y residencia (Chicago) sugiere cierto parecido con Barack Obama. Alinsky no fue ningún comunista pero fue un radical, y que su nombre sea mencionado por un candidato presidencial es profundamente conmovedor — escalofriante también. Esta es la cara y la cruz de Gingrich. Se conoce el percal y a menudo no puede evitar lucirse. Enemigo del estado intervencionista como se creía que era, no pudo evitar recordar a Ron Paul en un debate reciente el maravilloso papel interpretado por la Ley de Veteranos de Guerra tras la Segunda Guerra Mundial — ejemplo estelar de lo que puede lograr el viejo progresismo.

Gingrich canaliza su George C. Wallace, el cuatro veces gobernador de Alabama que se postuló a la presidencia el mismo número de veces. Wallace explotaba el resentimiento racial y el social y, en sus mítines, se fijaba en el palco de prensa y decía: «¡Allí está la progresía intelectual que siempre escribe mentiras acerca mío — y de vosotros!» Después, se acercaba a charlar con los periodistas porque les necesitaba igual que cualquiera de las hermanas Kardashian necesita una cámara. También Gingrich hace campaña contra la prensa — la odiosa «élite mediática» — y juega una versión modificada de la baza racial vinculando a Obama con las ayudas sociales para comer. Insiste en que todo lo que hace es decir la verdad a la cara, pero el mensaje intencionado no tiene nada que ver con la verdad. Tiene que ver con el resentimiento racial.

Aun así, su cerebro inquieto le elogia. Tiene la perspicacia y las agallas para impulsar prácticamente cualquier propuesta, y esto es bueno. El país no está en muy buena forma. La clase media se está erosionando y la pobreza crece y el empleo se marcha al extranjero y el progreso social está congelado y el excepcionalismo estadounidense se ha marchado a Europa y Washington está atascado. Nos hacen falta ideas.

Gingrich tiene ideas y estómago en la misma medida. Dado que las sentencias de la izquierdista sala novena de apelaciones no son de su gusto, quiere abolirla. La propuesta ha sido condenada como escalofriante ataque a la independencia judicial, pero no lo es más que los planes de Franklin Roosevelt de sumar hasta seis magistrados al Tribunal Supremo. Roosevelt quiso escorar ideológicamente el tribunal a base de añadir jueces, y Gingrich quiere enderezarlo. Las mentes inquietas se desbocan a veces.

Mitt Romney no añade nada al debate nacional, por ahora en cualquier caso. Si es el candidato Republicano, nos van a contar más de sus tonterías acerca de dirigir una empresa — que alguien me diga cuál de los grandes presidentes administró alguna vez un negocio de éxito — y lo gran creador de empleo que es. Con Gingrich, sería distinto. Desafiaría verdaderamente a Obama a devanarse los sesos, a ser creativo, a salir de su ostracismo, a escuchar a alguien que no sea la asesora electoral Valerie Jarrett, a jugársela, a reformar de forma radical un régimen fiscal cacófono (vaya sonido desagradable), a plantar cara a los sindicatos de empleados públicos, a poner fin a la guerra de Afganistán cuanto antes y? ya se hace una idea.

Por supuesto, si Gingrich se convierte en el candidato Republicano, perder depende de él. Es un caballero sin escrúpulos, un derby de demolición con patas, pero si incentiva a Obama a mostrar una valentía a la que no nos tiene acostumbrados y a los demás legisladores Demócratas a pensar dos veces el dogma progre desfasado (discriminación positiva y compañía), entonces habrá realizado un gran servicio a su país. Me quito el sombrero, Newt. Luego cojo las de Villadiego también.

Richard Cohen
© 2011, Washington Post Writers Group
Derechos de Internet para España reservados por radiocable.com

Sección en convenio con el Washington Post

Print Friendly, PDF & Email