Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Mitt Romney se postula a presidente con el ojo del inversor de riesgo. No ve rentabilidad en determinadas posiciones, descarta las que ya no le son rentables, y sigue adelante. Fue partidario del aborto cuando le convenía, implantó una reforma sanitaria que ahora denuncia, y en tiempos apoyaba la amnistía de parte de los inmigrantes ilegales. Ricardo III ofrecía su reino por un caballo. Romney ofrece sus principios por unos cuantos votos en Iowa.La amnistía se ha convertido en el tótem Republicano y motivo de cierta pasión entre los que concurren a los comités Republicanos de Iowa — alrededor del 0,05% del electorado nacional. Los caballeros razonables han caído víctima de — los aún menos razonables. John McCain pasó gran parte de la campaña de 2008 bajándose del burro de un plan de amnistía que antes había apoyado, y es concebible que eligiera a Sarah Palin como compañera de lista sólo para que la gente hablara de otra cosa. No viene a la cabeza ninguna otra explicación.

Bloomberg News informa como era de esperar que Romney mantuvo en tiempos una postura así a tenor de la amnistía. «Hemos de iniciar un proceso de inscripción de esa gente, siendo algunos deportados e iniciando otros el proceso de solicitar la regularización y la ciudadanía», dijo Romney durante una entrevista en marzo de 2006. Esto está peligrosamente próximo a la postura que demarcaba Newt Gingrich la pasada semana durante el debate presidencial Republicano.

Casi instantáneamente, a Gingrich le colgaba el sambenito de «amnistía» de su inconsistente jeta. Michele Bachmann, todavía en campaña por algún motivo inefable, pronunciaba la vulgaridad y también Romney. «El principio es que no vamos a tener ningún sistema de amnistía», decía. Este infrecuente maridaje entre Romney y un principio no se acompañó de lo que habrían deseado escuchar los 11 millones de inmigrantes en situación irregular: la promesa de que no se van a adoptar medidas draconianas. Romney, presidencial de tono pero no de legislación, nunca nos garantizó que nadie fuera a perseguir a esta gente, a reunirlos — abuelos y nietos por igual — en centros escolares, armeros de la Guardia Nacional y centros comerciales Wal-Mart, subirlos a autobuses con destino a campamentos de tránsito y arrojarlos después al otro lado de la frontera con México: dicho y hecho.

Como pasa a veces durante estos debates, uno cualquiera de los candidatos revela a sus congéneres algún rasgo sentimental. El primero en mostrar esta moderación fatal fue Rick Perry. Dio su apoyo a conceder a los hijos de inmigrantes irregulares las mismas ayudas a la matrícula en centros públicos que tienen los demás residentes de Texas. Fue instantáneamente atacado por su inexplicable humanidad, castigado en los sondeos y todavía se está recuperando. Fue, como suele decirse, un momento del que aprender.

Después fue turno de Gingrich. Demostró estar familiarizado con las intimidantes complejidades de la inmigración ilegal (cosa que nunca es buena), pero todavía peor es que mostrara una cantidad ínfima de simpatía, empatía y — ¿me atreveré a decirlo? — caridad cristiana hacia los ilegales que llegaron aquí hace años, encontraron empleo, fundaron hogares y familia y que, según los diversos planes, serán obligados a volver a sus países de origen, México normalmente.

«Si usted lleva 25 años aquí y tuvo tres hijos y dos nietos, viene pagando impuestos y respetando la ley, formando parte de la iglesia local, no creo que vayamos a tener que separarle de su familia, expulsarle por la fuerza y darle la patada». El negro corazón del Partido Republicano se volvía púrpura de ira.

Llamativamente o de forma ridícula a lo mejor simplemente, Romney había sugerido con anterioridad la fórmula «excepcionalidad estadounidense», dejándola caer al estilo PowerPoint en su presentación. Se supone que el término sugiere un país escogido por Dios y adorado por los conservadores sentimentaloides. Romney lo decía de esta forma: «Estoy convencido de que América es un país excepcional y único».

Probablemente, sí. Pero si el término tiene algún significado cualquiera, es el de referirse a la tolerancia nacional hacia las minorías. A diferencia de Europa, América no ha tenido guerras de religión. Y con la sorda excepción del racismo y el asentamiento de los nativos americanos en batustanes en el límite del Oeste — que no es baladí, se lo reconozco — hemos evitado las duras medidas que han hecho tan pacífica a Europa a una factura tan horrorosamente elevada. Las deportaciones multitudinarias dejarán de hacernos excepcionales.

Como el inversor de riesgo, Romney crea empleo y lo destruye. Todo es lo mismo para él. Sólo la rentabilidad importa — el fin, no los medios. Pero una clase media progresivamente contraída va a exacerbar las tensiones étnicas y raciales, y América no es ninguna excepción a las realidades desagradables de la naturaleza humana. Gingrich reconocía esto, diciendo que América nunca dará la patada a 11 millones de personas. Romney, una vez ofrecida la oportunidad de convenir, miraba para otro lado simplemente, con la vista puesta siempre en el balance final de cuentas. A corto plazo, la moderación no es rentable.

Richard Cohen
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