Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Es importante o simplemente interesante que William Golding dedicara su obra clásica «El Señor de las Moscas» a su madre y a su padre. Es precisamente la ausencia de padres, o cualquier adulto en realidad, lo que permite que los muchachos de la isla caigan en el comportamiento salvaje, y es la repentina aparición de un adulto al final lo que restaura lo que ahora llamaríamos ley y orden. Este relato fue un anuncio, mucho antes de su época, de lo acaecido en el Instituto de South Hadley (Massachusetts) y de la muerte por suicidio de Phoebe Prince. Era la única forma que tuvo de abandonar la isla.

Después de una larga investigación, la fiscal del distrito, Elizabeth D. Scheibel, ordenó la detención y presentó cargos penales contra nueve estudiantes. Al mismo tiempo, resolvió que aunque los menores habían atormentado a Phoebe hasta el punto de ahorcarse, los maestros y la dirección del centro eran de alguna manera cómplices del delito porque ellos sabían – o deberían haber sabido – que Phoebe estaba siendo acosada por una pandilla de aspirantes a fascista. Phoebe era la nueva venida de Irlanda, y por tanto, como cualquiera con una mínima afición a la novela sabe, la desconocida sin defensores, protectores y, en su cabeza, sin vía de escape.

Esta terrible historia, que parece inventada para la audiencia de vuelta de todo del programa «Today», ha suscitado por supuesto un escándalo con todas las letras porque está relacionada con la crueldad, que no entendemos, la falta de empatía, que nos parece aterradora, y la conformidad y la coacción. Pero por encima de todo tiene que ver con lo poco que conocemos a nuestros hijos, pequeños gamberros que viven entre nosotros y que pueden dormir con un osito de peluche por la noche y acosar por la mensajería instantánea a una muchacha de 15 años de edad por el día hasta su suicidio. ¿Quiénes son estos niños?

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Observará que durante todo el ejercicio de búsqueda de culpables — los menores, los profesores, el personal del centro — ni un dedo acusador se levanta contra los padres. Sus hijos están acusados de acosar a una compañera hasta su muerte y al parecer los padres no tenían ni idea. No sólo eso, de alguna forma se espera que ellos supieran algo. Se supone que los profesores debían saber lo que estaba pasando. El director. Tal vez incluso la enfermera del centro. ¿Pero los padres? No. Ellos están fuera de toda sospecha.

No en lo que a mí respecta. Esta tendencia a culpar al personal docente o al personal del centro de todo lo que sucede dentro de las escuelas es injusta e irreal en la misma medida. Jaime Escalante, que falleció hace poco, demostró que un gran maestro puede suponer una gran diferencia (fue la inspiración de la película «Stand and Deliver»). Y conocemos, también, la importancia fundamental de los buenos directores. Pero los padres también son importantes – lo más importante – pero ellos, por supuesto, no puede ser despedidos. Ellos tienen plaza fija.

Filadelfia ha sido la afortunada anfitriona de una serie de mini-disturbios. Se les denomina «flash mobs», durante los que una multitud de jóvenes se reúnen a través de mensajes SMS para poder desfogarse a continuación con impunidad por áreas del centro, saquear y agredir hasta quedar satisfechos. Como era de esperar, algunas personas no creen que los menores ni sus padres (si los hay) sean los responsables. Señalan en su lugar los problemas de financiación de los programas suficientes de prevención de la violencia juvenil. El mío, por lo que recuerdo, consistía en una mirada fulminante de mi padre.

No hay fiscal de distrito que vaya a convocar una sesión para escarnio de los padres por desconocer lo que se traían entre manos sus sádicos vástagos. Eso sería políticamente peligroso y, además, de alguna manera los maestros tienen la obligación contractual – ¿no remuneramos sus servicios? – de saber lo que hacen los menores mientras los padres están ocupados. Las madres son madres, después de todo, y por tanto son sagradas. En cuanto a los padres – ¿y dónde demonios están, de todos modos? Suspendemos a centros enteros, pero nunca a los padres.

Soy el padre emérito de un ex adolescente y por tanto conozco las dificultades de primera mano. Adolescente es sinónimo de imprudente, y su mundo es con frecuencia desquiciado – superficial, cruel, conformista, hedonista y ensimismado, convencido de la virtud de su poder adquisitivo, de su importancia y de su juicio. (Eximiré a su propio hijo de esta sentencia general). Pero al margen de en qué terminen los cargos presentados, los Nueve de South Hadley necesitaban claramente algún tutor – alguna intervención decidida o tal vez, probablemente incluso, que uno de los padres hicieran lo que su hijo quería todo el tiempo: obligarles a parar en seco.

El libro de Golding reflexiona sobre el mal. Los niños pueden ser malos. Quieren encajar. Confunden debilidad con la fuerza de la empatía. Necesitan atención. Un cordón umbilical invisible que les conecte a un ente maduro. En el Instituto South Hadley, los niños gobernaban la isla y los adultos brillaban por su ausencia. ¿Dónde estaban los profesores? ¿Dónde estaba el director? Pero sobre todo, ¿dónde estaban los padres?

Richard Cohen
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