Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Siendo un chaval, un temor permanente, reforzado por el cine y los tebeos, era morir en algún campo de batalla extranjero. Yo iba a convertirme en una baja de la guerra que toda generación de varones estadounidenses parecía destinada a librar: la Primera Guerra Mundial en el caso de nuestros abuelos y la Segunda Guerra Mundial en el caso de nuestros padres y la de Corea en el de nuestros hermanos mayores. Después vino Vietnam, que es donde muchos de mi generación pusieron el límite: «Desde luego que no, no vamos a ir», en palabras del eslogan del momento. Y no fui. Resultó que no tenía que ir. Pura suerte. Me enrolé en la 42 División de Infantería acuartelada (Rainbow) de la Guardia Nacional de Nueva York, y lo había hecho para evitar ser llamado a filas. La Guerra de Vietnam estaba entonces en sus albores y no fue hasta hacer la instrucción que me di cuenta de que estaba pasando algo raro: ¿por qué había tantos tíos hablando de Vietnam? ¿A qué venía todo este discurso acerca del combate? Volví a la vida civil lleno de preocupación.

Durante los cinco años y medio siguientes, temí que nuestra unidad fuera movilizada y destinada a Vietnam. ¿Qué iba a hacer yo si llegaba la orden? Con anterioridad había apoyado la guerra — esta noble batalla contra el comunismo perverso y monolítico. Pero los hechos preocupantes seguían aflorando. Los Rojos rusos y los Rojos chinos estaban enfrentados. Los norvietnamitas odiaban a los chinos. Vaya con el monolito comunista. El gobierno survietnamita era corrupto. ¿Por qué iba yo a luchar por él? ¿Por qué exactamente se suponía que yo iba a entregar mi vida de todas formas? Creía tener el derecho a saberlo.

Aquellos de nosotros que nos ahorramos Vietnam somos caracterizados a veces como desertores mimados de nuestro presunto deber. La palabra «privilegiado» se utiliza con frecuencia con segundas, como si asistir a las clases nocturnas de un centro de educación pública y trabajar para una aseguradora durante el día fuera un indicador de privilegio — mi vida en aquella época. No importa. La forma de pensar ha cambiado. Este es el motivo de que Richard Blumenthal, el veterano fiscal general de Connecticut y candidato hoy al Senado, dijera haber estado en Vietnam cuando al igual que yo él hizo el servicio en territorio estadounidense continental, los Marines en la reserva. Por esto, ha sido blanco de críticas y ha respondido con una singular falta de fortuna.

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Pero su mentira más decepcionante consistió en convertir una verdad compleja de aquella era en una simple cuestión de vergüenza. Era obsceno enviar a los jóvenes a una guerra que había perdido su legitimidad y a la que se oponían importantes figuras políticas e intelectuales de Estados Unidos. La oposición a la guerra no era una cuestión de evitar el deber simplemente sino de una agónica pelea por entender un espantoso dilema moral. No me avergonzaba no luchar. No me avergüenza, tampoco, que no quisiera luchar. Tampoco voy a denigrar a aquellos que lucharon. Admiro su valentía. Me siento muy honrado por su valor. Honro sus muertes — y nunca voy a dejar de preguntar, ¿por qué?

La Guerra de Vietnam hizo pedazos las verdades vigentes: ¿Qué debíamos a nuestro gobierno? ¿Qué nos debía el gobierno? El ciclo de varones reclutados para la guerra que atravesaba cada generación terminó en Vietnam. Esa guerra puso fin al servicio militar obligatorio — quebró la confianza en la que se sustentaba — y lo tumbó hasta la fecha. Ahora luchamos con soldados profesionales — voluntarios. Si los jóvenes estuvieran siendo reclutados para ir a Irak, esa guerra ya habría terminado. Al igual que el caso de Vietnam, la defensa de los motivos, antes lógica, acabó siendo fraudulenta. Se evaporó en una ensalada de errores sin importancia, errores importantes, exageraciones y mentiras descaradas. No existía ningún vínculo entre Saddam Hussein y al-Qaeda. No había armas de destrucción masiva. La guerra no iba a ser un paseo militar. Los nuevos mandos se parecían mucho a los antiguos. Participaban en los actos oficiales. Rellenaban formularios. Se llevaban una bonita pensión.

Es la ausencia misma de un servicio militar lo que ahora permite al gobierno arriesgar las vidas de los jóvenes sobre los supuestos endebles de tácticas legislativas. Una opinión pública apática mira para otro lado. No nos inquieta. Si «ellos» eligen alistarse en el ejército, entonces «ellos» también eligen morir. Si no fuera por el dinero probablemente podríamos combatir en Afganistán para siempre.
Richard Blumenthal tiene mi misma edad más o menos. Hasta trabajamos en el Washington Post juntos. Tenía títulos para aburrir – Harvard, Cambridge, Yale, etc. No teníamos casi nada en común excepto la tesitura en la que se encontraba nuestra generación – luchar o no en Vietnam. Sigo leyendo cómo traiciona Blumenthal a una generación de jóvenes que lucharon realmente. Puede que sí. Pero ciertamente él traicionó a los que no.

Richard Cohen
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