E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson-Washington. La energía nuclear empezaba a parecer la panacea — una forma de reducir nuestra dependencia del crudo, hacer más autosuficiente nuestro abastecimiento energético y paliar de forma significativa el calentamiento global, todo a la vez. Ahora parece más un pacto con el diablo.Ojalá no fuera así. En los últimos años, algunos de los ecologistas más respetados de la nación – incluyendo a Stewart Brand, fundador de la publicación Whole Earth Catalog – han terminado siendo defensores de la energía nuclear. Pero mientras los ingenieros nipones luchan frenéticamente por impedir que el desastre escale a la categoría de catástrofe, no podemos pasar por alto el hecho de que la fisión nuclear es una tecnología inherente e incomparablemente tóxica.

La secuencia encadenada de fallos de sistemas, fusiones parciales del núcleo y deflagraciones de hidrógeno en la central nuclear Fukushima Daiichi 1 fue provocada por un acontecimiento extraordinario: el terremoto más fuerte de la historia reciente de Japón, que provocó un tsunami de fuerza destructiva inimaginable. También es cierto que los reactores de Fukushima pertenecen a un diseño más antiguo, y que es posible construir plantas nucleares que nunca van a sufrir averías similares.

Pero también es cierto que sistemas a prueba de fallos no hay. Los imprevistos suceden.

La Tierra está llena de movimientos tectónicos, actividad volcánica, manifestaciones violentas del clima. Hacemos todo lo que podemos para predecir estos fenómenos, pero nuestros cálculos más fiables pertenecen a la probabilidad y son por tanto imprecisos. Tenemos ordenadores tan próximos a la infalibilidad como cabe imaginar, pero los datos que alumbran deben ser interpretados finalmente por la inteligencia humana. Cuando una crisis sí ocurre, los expertos tienen que tomar decisiones rápidas bajo presiones enormes; normalmente aciertan, a veces se equivocan.

El problema de la fisión nuclear es que los riesgos son increíblemente elevados. Sabemos diseñar centrales nucleares de forma que la probabilidad de un desastre de corte Chernobyl sea prácticamente nula. Pero no podemos eliminarla por completo — ni sabemos anticiparnos a cada clase de desastre potencial. Y en lo que respecta a los reactores de fisión, el peor de los casos es tan terrible como para resultar impensable.

Los ingenieros de la central de Fukushima luchan por evitar la liberación a gran escala de la mortal radiación, que es el riesgo inherente de cualquier reactor de fisión. En el incidente de Chernobyl, una nube de vapor y humo radiactivo extendió la contaminación a lo largo de cientos de kilómetros cuadrados; incluso después de 25 años, un radio de 20 millas alrededor de la central en ruinas permanece vetado y es inhabitable. Los estudios han calculado que la liberación de radiactividad de Chernobyl ha provocado al menos 6.000 casos de cáncer tiroideo adicionales, y los científicos esperan que se desarrollen más casos de cáncer los próximos años.

Parece poco probable que la crisis de Fukushima se convierta en otro Chernobyl, aunque sólo sea porque hay muchas probabilidades de que el sentido del viento arrastre al mar cualquier nube radiactiva. Las autoridades japonesas parecen estar tomando todas las decisiones correctas. Pero hasta en un país con estándares de seguridad y conocimientos tecnológicos punteros, mire a lo que se enfrentan — y el escaso margen de error del que disponen para trabajar.

Al principio, la atención se centró en el reactor de la Unidad 1 y la lucha por mantener sumergidas las barras de combustible — cosa imprescindible, en todo momento, para evitar la fusión total y la liberación catastrófica de la radiación. Bombear agua de mar a la cámara del reactor pareció estabilizar la situación, a pesar de una deflagración de hidrógeno — indicadora de una fusión parcial — que voló por los aires el techo del edificio de contención externa del reactor.

Pero entonces la atención se desplazó al reactor de la Unidad 3, que podría haber sufrido una fusión parcial más avanzada; también sufrió una deflagración de hidrógeno. Las autoridades dicen estar seguras de estar estabilizando el reactor pero reconocen que es difícil estar seguros. Mientras tanto, el que podría ser el fallo más importante de todos está teniendo lugar en el reactor de la Unidad 2, cuyas barras de combustible estaban totalmente expuestas al aire. Los científicos no tienen forma inmediata de saber la cantidad de combustible del reactor que se ha fundido — ni cuáles pueden ser las consecuencias.

El panorama más optimista es que los ingenieros japoneses dominen con el tiempo la central. Entonces, supongo, será posible concluir que en última instancia, el sistema funcionó. A medida que Presidente Obama y Congreso impulsen una nueva generación de centrales nucleares, los diseños de centrales nuevas serán vetados y tal vez modificados. Confiaremos en haber incorporado las lecciones de Fukushima.

Y nos estaremos engañando, porque una de las lecciones insalvables de Fukushima es que improbable no significa imposible. Los fallos improbables pueden combinarse entre sí para llevar cualquier fisión del reactor al borde del desastre. Puede suceder aquí.

© 2011, The Washington Post Writers Group

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