Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Nueve días después de que Barack Obama declarara su guerra de marras en Libia, aparecía en televisión para decir al pueblo estadounidense por qué había obrado así. Ni una semana después de que los congresistas Republicanos dieran una paliza al presidente al recortar más dinero a los presupuestos de él del que él había dicho que les dejaría recortar, el presidente presentará su plan para paliar el déficit. El cliché del momento ha sido el gancho de «anticiparse a la historia». Fabuloso. Me conformaría con que Obama se pusiera al día consigo mismo.

La acción militar en Libia es un ejemplo de ello. El presidente tenía motivos de sobra para intervenir. Moammar Gadafi es un monstruo y no había duda de que si ganaba, se lo haría pagar a sus enemigos y toda la parentela hasta sus hijos. Era un argumento fácil de exponer — reforzado por los propios antecedentes de Gadafi como patrocinador del terrorismo, atentado de Lockerbie como colofón — y dramáticamente corroborado por su mirada asesina. La situación exigía un discurso presidencial.

Primero, sin embargo, Obama tenía que partir a Latinoamérica. Dice mucho de este presidente — bueno y malo en la misma medida — que montones de personas sospecharan que siguió adelante con la visita porque había prometido a sus hijas y su mujer que lo haría. En cualquier caso — y la visita carecía de cualquier urgencia en absoluto — no fue hasta su vuelta que el presidente informó a la nación del motivo de que estemos, en un sentido modesto, en guerra con Libia. El discurso fue bueno, un manual agradable pero nada conmovedor acerca de los valores americanos y las obligaciones estadounidenses, pero llegó demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos, la guerra se había externalizado a la OTAN, los triunfos de los rebeldes se habían estancado, y Obama se había lavado las manos esencialmente. Libia podría ir camino de una prolongada guerra civil a estas alturas. Obama hizo una chapuza.

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Algo similar tuvo lugar con el enfrentamiento presupuestario. Es una batalla terca pero no es una cuestión complicada. La deuda es imposible de extinguir y hay que hacer algo al respecto. Pero la economía es frágil, el paro sigue siendo elevado y el mercado inmobiliario es un caos importante. De manera que lo que no hay que hacer es jugar con la economía recortando el gasto federal por el momento, sino proponer un plan a largo plazo.

El plan se anunciará esta semana — por fin. Un grupo bipartidista compuesto de más de 60 senadores lleva algún tiempo haciendo a Obama una pregunta básica: ¿Cuál es el plan? Esto no tiene que ver únicamente con economía, sino con valores. Sorprendente y patéticamente, el único valor que salió de la reciente refriega presupuestaria fue que Obama puso el límite en la planificación familiar. Cuando hablamos del aborto como parte de la planificación familiar — la faceta objeto de la mayor atención — muchos estadounidenses se sienten francamente indecisos, a favor un día, inseguros al siguiente, y dependiendo todo del trimestre de gestación y ese tipo de cosas. Pero entre las filtraciones interesadas que salen de la Casa Blanca, el aborto fue la cuestión en la que el presidente expuso su postura. No es que sea un Abe Lincoln.

Obama es el practicante post-ideológico de la Doctrina Adoctrinaria. Eso está bien. Yo también soy adoctrinal, a menos que sea la doctrina del «depende». No hay sola potencia ahí fuera que nos impresione ni nos intimide con una doctrina — ni Monroe con las Américas ni Carter con Oriente Próximo y su petróleo. Dígame el problema y yo le diré apoyado en los hechos, no en alguna doctrina, si deberíamos intervenir o no. Siempre, depende.

El problema con esta doctrina adoctrinal es que carece de poesía. Corresponde al presidente como líder poner la poesía. Tiene que hacernos conectar sus valores con los nuestros. Obama pudo hacer eso durante la campaña presidencial porque él era la apoteosis emocionante de la lucha de varios siglos contra el racismo. No podías votar a Obama y no sentir que de alguna forma disparabas un tiro en la Guerra Civil o conducías un autobús de la libertad al Sur segregacionista de Jim Crow. Era una revolución, igual de grande que la de este año en Egipto — y desde luego, acabará mejor.

Ahora, sin embargo, va siendo hora de pasar página y liderar. Consignas como «ganar el futuro» son algodón de azúcar retórico. Se derriten en tu boca y no dejan ningún sabor. El presidente tiene que manifestar explícitamente lo que quiere y cómo lo va a lograr. «Cambio» ya no va a servir. Es liderazgo lo que nos hace falta.

Richard Cohen
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