Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Si la memoria no me falla, conocí al Príncipe Turki al-Faisal de Arabia Saudí en un domicilio particular de Washington hace años. Me pareció severo y sin sentido del humor, a veces hasta resentido. Desde entonces le he visto en conferencias internacionales y similares — nunca de humor para mantener una conversación informal y sin exhibir, en su gloriosa vestimenta en ocasiones, un ápice de encanto beduino. Aún así, no estaba preparado para la columna que publicó en el Washington Post del domingo. Reza igual que una declaración de guerra.

El Príncipe Turki no está ya en el gobierno. Aún así, es miembro de la familia real saudí y en tiempos fue el responsable de la Inteligencia del reino y su ex embajador tanto en Londres como en Washington. El caballero tiene credenciales sólidas.

También está cabreado como un mono, y lo paga con América. Empieza citando lo que él llama «el polémico discurso del Presidente Obama el mes pasado, invitando con firmeza a los gobiernos árabes a suscribir la democracia y dar libertad a sus poblaciones». Arabia Saudí, escribía, escuchó lo que dijo Obama y lo tomó «en serio», y por supuesto, él destacaba que Obama no había exigido los mismos derechos para los palestinos bajo ocupación israelí. Nota tomada.

Pero el mismo reino que ha tomado «en serio» a Obama es una monarquía absolutista que, entre otras cosas, prohíbe por ley que las mujeres conduzcan. También es un país que no ofrece absolutamente ninguna libertad religiosa y que, al delincuente ocasional, le dispensa la decapitación pública. Teniendo en cuenta que Turki ha pasado buena parte de su vida en Occidente, no es posible que desconociera que los columnistas como yo íbamos a ser exigentes en materia de la ausencia de libertades básicas. A él no le importa.

De hecho, ésa era la intención. Turki – y por extensión la totalidad de Arabia Saudí — está harto de Estados Unidos. El reino no será sermoneado. Está aburrido del favoritismo estadounidense hacia Israel — la calurosa acogida legislativa dispensada a Binyamin Netanyahu, por ejemplo – y de la decisión de la administración de oponerse a cualquier iniciativa de crear un estado palestino en las Naciones Unidas. En este sentido, América hace lo que quiere Israel.

«En septiembre, el reino utilizó su considerable influencia diplomática para apoyar a los palestinos en su aspiración al reconocimiento internacional», escribe Turki. «Los líderes estadounidenses han considerado a Israel desde hace tiempo un aliado ‘indispensable’. Pronto van a descubrir que en la región hay otros jugadores — sobre todo la calle árabe — que son igual de ‘indispensables’, si no más. El juego del favoritismo con Israel no ha demostrado ser inteligente en el caso de Washington, y dentro de poco quedará en evidencia como una locura aún más grave».

Esto no es la fórmula diplomática usual — y es duro hasta viniendo de Turki. Manifiesta, no obstante, una frustración nada sorprendente en el mundo árabe con la política estadounidense atada por el momento a una política israelí bastante terca y falta de imaginación. Los dos países sufren un exceso de democracia. La coalición en el poder en Israel es rehén de la derecha; la coalición en el poder en América se encuentra en la misma tesitura.

A Turki no se le acaban los sermones. ?l afirma que los que piensan que Estados Unidos e Israel van a determinar el futuro de Palestina se equivocan de medio a medio. «Habrá catastróficas consecuencias para las relaciones norteamericano-saudíes si Estados Unidos veta el reconocimiento del estado palestino en las Naciones Unidas. Ello marcaría el punto más bajo de la relación de décadas en la misma medida que perjudicaría irrevocablemente el proceso de paz palestino israelí y la reputación de América entre los países árabes. La distancia ideológica entre el mundo musulmán y Occidente crecería en general — y las oportunidades de amistad y cooperación entre los dos podrían esfumarse». Esto viene de nuestro aliado, por no decir amistosa gasolinera.

El tono del artículo es notable y siniestro a la vez. Viene, como decía, de un caballero de escaso encanto, pero aun así curtido diplomático y responsable del espionaje. Mientras que su indignación con el problema palestino es conocida, pocas veces ha sido llevada hasta este extremo — y en un ámbito tan público.

Una columna en el Washington Post es una herramienta diseñada para llamar la atención de la administración estadounidense. Estoy seguro de que el Príncipe Turki tuvo éxito en ese apartado. Pero espero que también llamara la atención del ejecutivo israelí, que durante algún tiempo ya ha disfrutado de la moderación saudí en la cuestión palestina. Eso parece a punto de cambiar — sobre todo porque la calle árabe que Turki menciona expresamente lo exige y los saudíes, si tienen que hacerlo, apaciguan a la calle. Esta es la acusación de la columna del Príncipe Turki y el motivo de que acabe de forma tan inquietante para Israel: «Me desagradaría estar presente cuando reciban su merecido».

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