Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Mitch McConnell tiene razón. El líder Republicano del Senado, un hombre cuya visión consiste en negar a los demás la suya, decía al New York Times que la propuesta sanitaria del Presidente Obama forma parte de un intento de «convertirnos en un país de Europa Occidental», lo cual, si Dios quiere, es lo que va a suceder. A mi, por mi parte, no me importaría parecerme un poco a Alemania, donde hay algo así como 200 planes privados de seguro sanitario y en donde todos están cubiertos y nadie se arruina a causa de una salud delicada. Es estupendo estar sano en América, pero para muchos estadounidenses caer enfermo es mejor hacerlo en otro lado.

Francia o Suiza también me valdrían, pero sobre todo me gustaría Japón, que integraré en Europa Occidental en interés del argumento y en donde la atención médica es tan buena (o mejor) que aquí, y mucho menos cara. Lo que todos estos países tienen en común es el reconocimiento de que la salud es, como la comida o la educación, un derecho universal. Estados Unidos, para evidente disgusto de McConnell, está avanzando en este sentido.

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No subestime la importancia de la votación del domingo en la Cámara. Es trascendental y no va a ser derogada por los resultados de las elecciones de noviembre. Contra la esperanza y la insistencia del Partido Republicano, América no suspendió la seguridad social (que se remonta a la administración de Eisenhower nada menos, siendo el ferviente deseo del ala derecha del partido) ni Medicaid. El valor de estos programas se hizo patente y por tanto políticamente sagrado. Cuando los estadounidenses entiendan que las aseguradoras ya no pueden negarles la cobertura porque, como suele pasar, la necesiten con urgencia, cuando descubran que sus hijos pueden seguir asegurados hasta los 26 años y que pueden permitirse por primera vez pagar un seguro, esta ley se volverá intocable. El interés propio prevalece sobre ideologías.

Esta batalla nunca fue del todo por la sanidad. La indignación de la oposición – no hay un solo voto Republicano – es tan significativa históricamente como la aprobación de la propia legislación. Hay algo cociéndose en este país, algo representado en la elección de Barack Obama – el cambio mismo que prometió o con el que amenazó, lo que más le guste – y la hiper-exageración de la amenaza ideológica que representa. Caricaturizado como un socialista, un radical, un progre de la extrema izquierda y hasta como un inmigrante, en realidad es la encarnación misma de la moderación del centro-izquierda, prudente hasta la exageración.

Lo mismo ocurre con el paquete de la sanidad. Sea lo que sea, socialismo no es. A pesar de todas las maldiciones del sistema estadounidense de libre empresa, las aseguradoras siguen siendo privadas. El gobierno no hace lo que hacen los gobiernos de todo el mundo — proporcionar seguro o prestar la propia atención. ¿Prevé la legislación un papel público? Sí. Pero hay un papel del gobierno en casi todo – ¿o no han notado la etiqueta de su almohada?

La razón de que esta lucha llevara tanto tiempo es que la guerra ideológica está dividida equitativamente. No es que el sistema político esté averiado. Por el contrario, no está diseñado para funcionar sin consenso. Hizo aquello para lo que está diseñado — permaneció en su sitio y aguardó hasta que el domingo se desplazó un poco. Considere el tiempo que ha llevado. Harry Truman quería este proyecto de ley.

La ira proviene del miedo. Lo que antes era una nación protestante blanca está cambiando de tono y de religión. No es casualidad que se lanzaran insultos raciales a los legisladores negros el sábado en Washington y que un tipo de veneno llegara a verterse exclamado desde el estrado del Congreso: «¡Miente! «¡Asesino de bebés!» Los manifestantes protestaban contra la legislación sanitaria. Pero temían estar perdiendo el país.

Desde los tiempos del New Deal, el Partido Republicano ha sido el Partido del Pasado. Dijo no al New Deal. Dijo no a la Seguridad Social. Importantes líderes – Barry Goldwater, por ejemplo – dijeron no a los derechos civiles igual que ahora dicen no a los derechos de los homosexuales. El partido interpreta el papel de chinche, el aguafiestas que avisa de tal o cual grave consecuencia — no siempre equivocado – y a continuación es adelantado por el progreso. El Partido Republicano se recompone y reanuda su lucha contra la próxima innovación. Por lo general gana algunas batallas; por lo general, pierde la guerra.

McConnell tenía algo de razón. Europa va por delante de nosotros en compasión por los enfermos. Sus sistemas, sin embargo, distan de ser perfectos y la deuda pública es permanente motivo de preocupación. Sin embargo, ahora sabemos por qué camino vamos. Las guerras ideológicas continuarán, pero el resultado, Mitch, ya no es motivo de duda.

Richard Cohen
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