Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washinton. Siempre leo la revista The Economist. Me gustan muchas cosas de ella, pero aprecio particularmente su crítica literaria. Están redactadas de forma convincente y ágil, y con asiduidad tratan libros de los que no encuentro la crítica en otros lados. Un ejemplo es la biografía de próxima publicación de uno de los pensadores contemporáneos más importantes del islam, Sayyid Qutb. El libro recibe una buena crítica. Es más de lo que yo puedo decir del propio Economist.

Qutb fue ahorcado en 1966 por la administración egipcia de Gamal Abdel Nasser después de las torturas de costumbre. Había sido el líder intelectual de la ilegalizada Hermandad Musulmana y un caballero de copiosa producción literaria. Una de sus empresas se llamó «Nuestra lucha contra los judíos». Es una obra de antisemitismo descarado e increíblemente estúpido, una de las razones de que el New York Review of Books caracterizara las opiniones de Qutb hace poco como «más extremas que las de Hitler». Acerca de todo esto, The Economist guarda un extraño, siniestro e imperdonable silencio.

Es tan desorientador como problemático. Después de todo, Qutb tampoco fue alguna figura baladí. Es, como dice el faldón de la crítica del Economist, «el padre del fundamentalismo islámico», y es imposible leer nada acerca de él que no dé fe de su inmensa relevancia contemporánea. El antisemitismo de Qutb tampoco fue un ramalazo de locura juvenil, sobreentendido en la seguridad hormonal de la juventud y más tarde desdicho a medida que retrocedían tanto la certidumbre como el flequillo. Fue más bien la creación de su madurez y fue publicado a principios de la década de los años 50. En otras palabras, su ensayo es un trabajo post-Holocausto, redactado con total conocimiento de lo que el antisemitismo acababa de lograr. El asesinato colectivo de los judíos de Europa no le hizo hacer la más ligera pausa. Qutb permaneció indiferente.

Pero al parecer, también lo están otros que escriben acerca de él. En su reciente libro bien acogido «Los árabes», Eugene Rogan, de la Universidad de Oxford, reconoce a Qutb «como uno de los reformistas islámicos más influyentes del siglo XX» pero no hace mención a su antisemitismo ni, a esos efectos, su rabioso odio a América. Al igual que los terroristas del 11 de Septiembre, Qutb pasó algún tiempo en América — Greeley, Colo., Washington, D.C. y Palo Alto, Calif. — aprendiendo a aborrecer a los estadounidenses. Sentía particular repugnancia por sus mujeres abiertamente sexualizadas. ¡Menos mal que no fue a Nueva York!

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La crítica literaria del Economist resulta sobrecogedora en su labor de omisión. ¿Puede ser que apenas 65 años después de apagarse los hornos de Auschwitz el antisemitismo haya quedado relegado a una cuestión personal y trivial, comparable a la debilidad por las rubias — algo que se sobreentiende? Aún así, Qutb no fue ningún Richard Wagner, cuyo antisemitismo era repugnante pero por lo menos no afectó a su música. El fanatismo de Qutb contra los judíos no es circunstancial en su obra. Aunque dista de ser central, ha demostrado ser sin embargo relevante, habiendo sido adoptado junto a sus demás ideas por Hamás. Qutb culpa a los judíos de casi todo: «el materialismo ateo», «la sexualidad animalista», «la destrucción de la familia» y, por supuesto, una guerra incesante contra el propio islam.

Evidentemente, no se trata de una cuestión sin importancia. Los críticos de Israel lo acusan con frecuencia de racismo en su trato a los palestinos. A veces la acusación encaja. Pero no hay nada en los medios ni en la cultura popular israelí que se acerque siquiera a lo que se dice abiertamente, y con discurso oficial, de los judíos en el mundo árabe. El mensaje es una réplica del racismo Nazi, y la solución, afirmada expresamente o simplemente insinuada, es la misma.

The Economist y Rogan son insuficientes en sí mismos como para abarcar un movimiento. Pero no puedo evitar la sensación de que la necesidad de demonizar a Israel es tan grande que los inmensos fallos morales de algunos de sus enemigos tienen que barrerse bajo la alfombra. Como señalaba Jacob Weisberg en la revista Slate hace poco, el movimiento «boicot a Israel» está extrañamente desequilibrado — tanta rabia dirigida contra Israel, tan poca contra países como China o Venezuela. ¿Podría ser que el filósofo francés Vladimir Jankelevitch fuera profético cuando sugirió hace años que el antisionismo «nos concede la licencia y hasta el derecho e incluso el deber de ser antisemitas en nombre de la democracia»? La frontera entre antisemitismo y antisionismo, una demarcación territorial que siempre he reconocido, se está volviendo cada vez más difusa.

Dado que las críticas literarias del Economist no vienen firmadas, es imposible saber — y The Economist no lo va a decir — de quién es la culpa en esto. De forma que la propia revista es responsable no sólo de tener mal gusto o de sufrir una ignorancia insondable, sino de faltar a su propia promesa, que se publica en su primera página, «de tomar parte de ‘una rigurosa competencia entre la inteligencia… y la ignorancia despreciablemente tibia que obstaculiza nuestro progreso'». Durante la semana del 15 julio, no sólo perdió la competencia — es que la perdió por incomparecencia.

© 2010, The Washington Post Writers Group

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