Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. La sección literaria del Financial Times del fin de semana contenía una crítica pormenorizada de «La chica de la estafeta de correos,» de Stefan Zweig, una novela escrita poco después de la Primera Guerra Mundial y traducida al inglés hace poco. Esto es algo enormemente positivo, pero el motivo real de que mencione a Zweig aparece al final de la crítica, cuando el crítico dice que el libro «es un retrato fascinante de los efectos de la historia sobre las vidas individuales» -en otras palabras, lo que nos está sucediendo hoy a la mayoría de nosotros. Como un animal fugado del zoológico, la historia ha vuelto a escaparse de su jaula.

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La propia vida de Zweig es representativa de la colosal fuerza de la historia. ?l fue un vienés rico, nacido en el siglo XIX, y famoso escritor a edad temprana. Entendía todos los idiomas europeos corrientes y recorría el continente de cabo a rabo como se podía hacer en aquella época, sin nada parecido a un pasaporte. Era su mundo y lo disfrutaba enormemente.

Entonces Zweig sufrió una pérdida radical del control de su vida. Pasó de encontrarse en casa en cualquier parte de Europa a ser un prófugo, un judío que huía de los Nazis. Falleció en Brasil donde, en mitad de una realidad tan desesperada como repugnante, se quitó la vida. Su mundo -??El mundo del ayer,? como tituló sus memorias- había desaparecido de un plumazo.

La historia de Zweig es extrema, pero aún así contiene elementos del presente desastre económico. El término económico «depresión» ha sido pronunciado ya. Esto no significa que las cosas están peor de pronto, sino que las reconocemos como están. Damos poder a las palabras o términos -lo cual es el motivo de que fuera noticia cuando los medios eligieron declarar lo que estaba sucediendo en Irak una ??guerra civil.?

De forma que hoy, en el New York Times del sábado por lo menos, estamos en depresión -puede que no sea «gran,» pero por ahora basta. Esto significa que el paro podría superar el 10% y la catástrofe inmobiliaria se agravará y algunos bancos se convertirán en ramas del gobierno. Europa está aterrorizada y Japón es lúgubre y Rusia, que necesita un petróleo a 70 dólares para salir adelante, está sufriendo las consecuencias de éste roce los 40 dólares. Corren tiempos muy malos.

Una depresión, si se queda en eso, no es simplemente una crisis económica. Es una agresión histórica. Aquellos de nosotros que nos hemos acostumbrado a ejercer el control sobre nuestras vidas estamos a punto de sufrir una experiencia terriblemente espantosa. Esto se cebará particularmente en los jóvenes. Si usted preguntara a casi cualquiera de ellos durante los últimos 20 años porqué no abrían un periódico o, en realidad, no se interesaban ni remotamente por las noticias, la respuesta sería que las noticias eran irrelevantes en sus vidas. A ellos no les afectaba lo que estaba sucediendo en Washington o Londres o incluso Bagdad.

La generación anterior aún conservaba cierto aprecio residual a la vinculación de las cosas -cómo un suceso acaecido allí podría provocar un suceso aquí y un puesto de trabajo desaparecería o estallaría una guerra. Importaba porque la historia importaba. Uno tenía la sensación de que entre guerras y hambrunas, enfermedades e implacables ciclos económicos, nunca iba a ser posible controlar verdaderamente la vida de uno.

Pero las generaciones que vinieron después se convencieron de haber dominado la historia y de que, al igual que la polio, ya no era una amenaza. La gran excepción en mi vida fue la Guerra de Vietnam y su angustiante movilización a filas. La rabia era el resultado. Los campus estallaron.

La rabia que se avecina va a cambiar la política de nuestro tiempo. O Barack Obama concibe cómo canalizarla, igual que hizo Franklin D. Roosevelt, o será arrollado por ella, igual que lo fue Lyndon Johnson. El desafío de Obama podría ser mayor aún que el de Roosevelt. La gente de los años 20 y 30 era dura, templada. No esperaban mucho de la vida y habían aprendido a no esperar casi nada del gobierno.

En cambio, nosotros somos débiles y estamos mimados. Pensábamos en serio que podríamos tener una casa asequible y una hipoteca que no tendríamos que pagar y que de alguna manera todo se resolvería sólo. Esto se sigue llamando el sueño americano. En realidad era la ilusión americana.

Zweig huyó de Austria en 1934 y llegó hasta Inglaterra y después a América y por fin, por algún motivo, a Brasil. Estaba seguro allí igual que lo había estado en América, pero su mundo -tan confortable y seguro en tiempos- había desaparecido por completo. Se convirtió en un náufrago, un escritor vienés arrastrado por la resaca hasta una playa brasileña. La historia había llegado resoplando a Alemania y lo había arrasado todo.

La bestia está libre de nuevo.

 Richard Cohen

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