Termina el verano, volvemos al trabajo, regresan los niños al colegio, poco a poco bajan las temperaturas, y acompañando a la amenaza de las primeras gripes llegan nuestras mejores intenciones para el año. 

Ponerse en forma -practicando desde el clásico trote cochinero hasta la más extraña de las artes orientales-, emprender nuestra penúltima batalla contra el inglés o, una vez constatado que jamás lo aprenderemos, intentarlo con algún otro idioma más exótico, tipo ruso o chino, mandarín, por su puesto. Emprender la definitiva reorganización del cuarto trastero que amenaza con provocar el hundimiento de la planta en la que se encuentra, leernos las instrucciones de nuestro términal de teléfono de última generación, para sacarle el partido que el dinero que pagamos por él se merece. Mejorar de manera urgente las relaciones con el padre de tu mujer, afrontar con mejor estilo las relaciones con ese compañero que definitivamente podríamos catalogar como gilipollas integral. Terminar de una vez por todas con esa odiosa costumbre de morderse las uñas, juramentarnos para no volver a meternos el dedo en la nariz, mientras esperamos el semáforo. Tirar los jerseys con bolas, recobrar el gusto por la naturaleza, tomar más miel, reducir la ingesta de café. Ganar la liga y tomar algunas copas menos. Mejorar tu vida sexual, osea follar más.

Todas estas intenciones y muchas más amenazan nuestro otoño y nuestro invierno como las nubes que a buen seguro terminarán por llegar. Y no sólo porque el incumplimiento de nuestro propósito -cosa que sucederá en un 90% de los casos, según un estudio que he hecho entre mis amistades- nos cubrirá el corazón del fango de la frustración y la culpa, sino porque de conseguirlo, dejaríamos de tener un poquito del encanto de los seres imperfectos, osea humanos.

Que si hay que cuidarse y progresar, se cuida uno y progresa lo que haga falta, pero sin forzar que si hay algo más pernicioso que la nicotina, el alcohol y la falta de ejercicio, eso es una buena intención.

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