E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson-Washington. La derrota electoral son gajes del oficio para los políticos, de forma que no hay ninguna necesidad de hacer pucheros por los funcionarios Demócratas que de la noche a la mañana tienen más tiempo que dedicar a sus familias. Sería más oportuno derramar un par de lágrimas por el futuro del país, a tenor de la llegada del movimiento fiscal. Por otra parte, yo era muy pesimista tras las legislativas de 1994 y aún así resultó que el mundo no se vino abajo realmente.

El Presidente Obama sigue teniendo la capacidad de marcar el programa de la nación — y también el poder de veto, en caso de urgencia. Harry Reid es todavía el secretario de la mayoría en el Senado — y después de la forma que se abrió camino a la victoria, ¿quién va a querer meterse con él? En cuanto a John Boehner, pronto descubrirá que su nuevo puesto exige un vocabulario más amplio que «no».

Pero en medio de los escombros causados por la masacre Republicana del martes, hay una persona por la que me siento mal: La presidenta de la Cámara Nancy Pelosi. Ella no pierde su puesto porque lo hiciera mal sino por hacerlo bien.

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Pelosi no pide, o al menos aceptaría, mis condolencias — no es su estilo. Su lugar en la historia quedó garantizado en el momento en que se convirtió en la primera mujer en ser investida con el mazo del presidente legislativo. Aún así, exprimió todo el jugo a su mandato de cuatro años. Por hilvanar un par de clichés deportivos, saltó al terreno de juego y se dejó la piel en el campo.

Lamento que la nación nunca llegara a conocer a la verdadera Nancy Pelosi. La mayoría de los estadounidenses probablemente sólo esté familiarizado con la imagen satírica que esbozaron sus rivales políticos — la decadente «progre de San Francisco» que no tiene ni de idea de América fuera de su mullido capullo, donde los grifos echan vino blanco californiano Chablis y la comida se compone de quesos franceses impronunciables servidos se bandeja de plata por camareros ciertamente homosexuales, y muy probablemente casados.

Esa no es la Nancy Pelosi conocida por cualquiera que se haya encontrado con ella alguna vez. Si bien el término «progre de San Francisco» es preciso, también es cierto que creció – y conoció de primera mano cómo se las gasta la política – en el polvoriento Baltimore. Su padre, Tommy D’Alesandro, era el legendario alcalde y figura política sobresaliente de «Charm City». Su educación en el recuento de votos, y su conservación, empezó a una edad muy temprana.

Cuando comparece ante las cámaras, Pelosi a menudo parece rígida y casi frágil. En persona es cálida y atractiva — casi divertida, terrenal, simplemente buena compañía. Cuenta una gran historia. Da con la frase característica. Los colegas del Capitolio la describen de forma casi universal como buena jefa y simplemente buena persona.

Era frustrante escuchar demonizarla a los Republicanos durante sus comparecencias públicas agitadas, y luego escucharles confesar en privado que en realidad les cae bien. ¿No es genial la política?

Y demonizarla lo hicieron al extremo. Durante su campaña de las legislativas, los Republicanos atacaron a Pelosi con mayor frecuencia, y más brutalidad, de la que empleaban contra Obama. Ellos la convirtieron en la encarnación viviente del Diabólico Washington, del socialismo de limusina, o de cualquier supuesta plaga que presuntamente los Demócratas traían a la institución política.

El Partido Republicano sólo pudo hacer de Pelosi un tema de campaña porque es una oradora muy eficaz. Obama llegó al poder con un programa largo y ambicioso. Pelosi contaba con una mayoría amplia para trabajar en la Cámara, pero ideológicamente era diversa — Demócratas conservadores, progresistas, y todo lo que cabe en medio. De alguna forma, logró cumplir.

Parte de las votaciones que ella sacó adelante parecían imposibles. En la reforma sanitaria, no parecía haber forma de que la Cámara pudiera ser persuadida de tramitar el anteproyecto conservador que había superado el Senado. En un momento dado, ella me dijo poder encontrar solamente «una docena de votos tal vez» a favor de la medida. Pero Reid y ella lograron encontrar un conjunto viable de modificaciones — y la inteligente maniobra política para resolver la posición.

Me encontraba en el Capitolio ese día en que la Cámara aprobó la histórica reforma sanitaria. Los colectivos de protesta fiscal se manifestaban en el exterior, incitados por los congresistas Republicanos que salieron a un balcón y lideraron los abucheos.

Pelosi hizo lo correcto para el país, y lo correcto no es siempre lo popular. Los Demócratas podrían decidir que les hace falta una figura menos polarizadora como secretario de la oposición; si lo hacen, bueno, la política es así. Pero me encantaría verla quedarse en la cúpula Demócrata — y apuesto a que con el tiempo encuentra la forma de recuperar el martillo legislativo que golpea con una autoridad tan honrada.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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