E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington, ¿Podría ser por el calor que está haciendo que la gente ande tan caldeada e irracional con esas reuniones informales con legisladores en torno a la sanidad? Podría ser consecuencia de lo que Raymond Chandler describía tan brillantemente al inicio de su corta obra de 1938 «Viento del desierto»:

«El viento del desierto soplaba esa noche. Era uno de esos vientos áridos de Santa Ana que se cuelan por los desfiladeros de las cordilleras y te fríen el pelo y te crispan los nervios y cortan la piel. En noches así cada reunión con alcohol acaba en pelea. Esposas sumisas y menudas sienten el mordisco del filo del cuchillo y estudian detenidamente el cuello de sus maridos. Cualquier cosa puede pasar».

Lamentablemente, no es tan simple. Los jubilados se despachan fuera de sí contra la sanidad «gestionada por el gobierno» y la «medicina socializada» – con tarjetas de Medicare escondidas dentro de sus carteras. Se podrían haber quedado en sus casas y haberse quedado a gusto solos. Los rigores de agosto son de justicia, pero no lo bastante para inducir el delirio colectivo.

Sabemos que hay locos dentro de las turbas que revientan los actos – paranoides fabuladores que imaginan escuchar el ruido de las aspas de los helicópteros negros del Gobierno Mundial acercándose por momentos. Sabemos que gran parte de la acción se orienta desde las organizaciones de agentes políticos cínicos, siguiendo un guión escrito por los grupos de presión de Washington. Sin embargo, la gente a la que le falta una tuerta y los que protestan de manera profesional se ven desbordados y confundidos por estadounidenses preocupados y confusos que parecen realmente convencidos de que no se les está diciendo toda la verdad sobre la reforma sanitaria.

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Y tienen parte de razón.

Para que no haya motivo de error, yo soy un convencido. Es escandaloso e inmoral que la nación más poderosa y rica del mundo ignore cruelmente el hecho de que 47 millones de ciudadanos carecen de seguro médico. Creo firmemente que debe de haber una opción pública que garantice la honestidad de las aseguradoras, y quiero que el gobierno sea capaz de negociar los precios de los medicamentos con las farmacéuticas.

Al margen del paquete de reforma que salga finalmente de esto — tras ser amputado por esos virulentos Demócratas conservadores — probablemente no llegará lo bastante lejos. Pero casi seguro voy a apoyarlo, con la teoría de que algo es mejor que nada. Me preocuparé del gasto, pero razonaré que vale la pena salvar vidas de niños y alejar de la bancarrota a las familias de clase media.

Pero la reforma no solo se está vendiendo como una obligación moral, sino también como una forma de controlar el aumento del gasto sanitario. Ese debería ser un debate distinto. No es ilógico que los escépticos sospechen que si millones de personas van a disponer de seguro médico, o el coste se dispara o los servicios se limitan.

La realidad sin paliativos es que los servicios serán finalmente limitados al margen de lo que suceda con la reforma. Realizamos las exploraciones más caras, las operaciones más cuestionables y las pruebas de diagnóstico más punteras que nos podemos permitir. Cantidades insostenibles de dinero se gastan en pacientes en su último año de vida.

Sí, es cierto que algunos médicos realizan exploraciones para protegerse de demandas, para evitar ser objeto de denuncias judiciales. Pero culpar a los médicos o los abogados civiles no lleva a ninguna parte. Somos los que pedimos estas pruebas, exploraciones y cirugías. ¿Y por qué no? Si existe una tecnología que puede prolongar la vida o mejorar su calidad, hasta unas pocas semanas o meses, ¿por qué no pedirla?

Esa es la razón de que la gente esté tan asustada y enfurecida con las medidas propuestas que permitirían que Medicare abonara los gastos de los terminales. Si el gobierno dice que tiene que controlar los costes sanitarios y, a continuación, se ofrece a pagar a los profesionales de los cuidados paliativos, los ciudadanos no deliran al concluir que el objetivo es reducir el gasto en el que incurren al acabar sus vidas. Es irresponsable que los políticos, como Sarah Palin, afirmen – falsa y barrocamente – que se va a instituir una especie de «comité de muertos» que decidirá cuándo se desenchufa a la tía Silvia. Pero es comprensible que la gente asocie las palabras «reforma sanitaria» con la limitación de sus opciones durante los últimos días de la tía Silvia.

Deberíamos tener dos debates. Uno debe abordar la obligación de garantizar el acceso universal a la medicina, que beneficiará directamente a millones de familias que luchan y hacen de ésta una sociedad mejor. El otro — más complejo, difícil y doloroso — debe tratar el problema a largo plazo del gasto sanitario sin control, que sería una crisis inminente incluso si el Presidente Obama no hubiera pronunciado nunca la palabra «reforma.»

Conjurar ambos ha hecho que los nervios de la nación estén a flor de piel. Y ahora, cualquier cosa puede pasar.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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