Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington.   El 16 abril, el Presidente Obama desclasificaba los ya infames memorandos de la tortura junto a una declaración de intenciones que dice que los antiguos métodos de interrogatorio de la CIA no sólo fallaron a la hora de «protegernos» sino que socavaron «nuestra autoridad moral.? Una semana más tarde, una mujer que sostenía la mano de un menor se sumergía entre una multitud en Bagdad y se inmolaba. Al parecer, ella no había tenido noticias de nuestra nueva autoridad moral. Ese término — ??autoridad moral? — se utiliza por doquier. Existirá algo así, supongo, aunque un terrorista suicida probablemente piense que tiene de ello en abundancia. Al margen de lo que pueda ser, no obstante, es una base tremendamente pobre sobre la que levantar una política exterior. Por mi parte, me satisface que ya no estemos torturando a nadie, pero dejar de practicar este desagradable ejercicio no protege más a los estadounidenses en absoluto. Prohibimos la tortura por otras razones.

Aún así, el debate de la tortura se ha visto infectado de argumentos estúpidos en torno a la utilidad: si funciona o si no funciona. Por supuesto que funciona — con frecuencia o pocas veces, pero cuando el tiempo antes de la explosión se está agotando, puede ser lo único que funciona. Le remito al interrogatorio por parte de las autoridades filipinas de Abdul Hakim Murad en 1995, un terrorista de al-Qaeda que cantó de plano información extremadamente útil acerca de un complot para volar por los aires aviones de pasajeros en cuanto fue informado que estaba a punto de ser entregado a la Mossad de Israel. Como sugería George Orwell en ??1984,? todo el mundo tiene su propia idea de tortura.

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Si la amenaza de torturas funciona — con que haya funcionado una sola vez basta — entonces se deriva que la propia tortura funcionará. Hay algunos en el terreno de la Inteligencia, incluyendo a un ex director de la CIA, que afirman que funciona, y presumo que lo dicen basándose en pruebas empíricas. No todos pueden ser dementes o malhechores. ?sta es también la postura de Dick Cheney, quien a veces puede ser ambas cosas, pero al menos tiene cierto apoyo.

América debería repudiar la tortura no porque sea siempre ineficaz — nada es siempre algo– ni porque a otros les repugne, sino porque nos degrada y se contrapone a nuestros valores nacionales. Es una declaración de principios, similar en cierto sentido a porqué no pinchamos todas las líneas telefónicas o porqué no cacheamos a todo menor de 28 años. Esas medidas seguramente reducirían la delincuencia, pero nos resultan repugnantes.

Sin embargo es importante entender que abolir la tortura no va a hacer que estemos más seguros. A los terroristas no les preocupa lo más mínimo nuestra moralidad, nuestra autoridad moral, ni lo que un columnista llama «nuestra brújula moral.? Ciertamente George Bush despertaba rechazo en gran parte del mundo, pero los ataques del 11 de Septiembre fueron planeados mientras Bill Clinton ocupaba la Casa Blanca, y con la excepción de la derecha cristiana no ofendió a nadie. En realidad recorría el mundo disculpándose por las fechorías de América — la esclavitud en particular. Ningún terrorista cambió de opinión como consecuencia de ello.

Si Obama piensa que el mundo responderá a su nueva política con las torturas, está gravemente equivocado. En la práctica, ha puesto las cosas algo más fáciles para los terroristas que saben lo que no les va a pasar si les cogen. Y al meter paja en torno a si pondrá límites o no a la imputación de los juristas del Departamento de Justicia de la era Bush (y posiblemente también a los agentes de interrogatorios de la CIA), ha demostrado a los agentes sobre el terreno que él respalda su labor, digamos, el 62% del tiempo.

El horror del 11 de Septiembre reside dentro de mí igual que un patógeno inactivo. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera pasar junto a un parque de bomberos de Nueva York — los altares aún frescos — sin venirme abajo. Prometí venganza esa fecha — sí, la vieja venganza al estilo Viejo Testamento — y esas brasas aún humean dentro de mí. Sé que nada de lo que hizo Obama este mes hace que América esté más segura.

Pero mientras leía los memorandos de tortura de la administración Bush, también terminaba de leer «El Tercer Reich en guerra,» de Richard J. Evans. Es el último de su importante trilogía sobre la Alemania Nazi y, al igual que sus dos obras previas, contiene el tipo de detalles que impactan, desbordan a la razón e informan de lo que nosotros — sí, la gente corriente — somos capaces de hacer.

Sé que es ofensivo comparar casi cualquier cosa o a cualquiera con los Nazis, pero los memorandos de la era Bush llaman la atención como ecos del pasado. Aquí, una vez más, estaban los escuálidos esfuerzos de chupatintas legales por justificar lo injustificable. Aquí, de nuevo, surgía la lección que precisa de constante recordatorio: antes de poder torturar a alguien, hay que torturar la ley primero. Cuando sucede eso, nadie está a salvo.

 Richard Cohen

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