Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington Post. El ex Presidente Bush y algunos de sus asistentes en la Casa Blanca se reúnen en Dallas para planificar el futuro del Instituto George W. Bush de Política. Allí, supongo, reflexionarán sobre grandes asuntos y salones de mármol, pero yo propongo que empiecen simplemente por rebautizar la institución. Yo sugiero que le pongan «Instituto George W. Bush de Gestión Fracasada» y que lo dediquen a estudiar cómo fue tan mal su presidencia — una labor tan considerable como el propio estado de Tejas.

El mandato de Bush fue notable de verdad. Abandonó el puesto con las cifras de popularidad más bajas en 60 años, dos guerras abiertas, y la recesión más profunda desde la Gran Depresión. Si es verdad que aprendemos de nuestros errores, ocho años de Bush suponen una avalancha de lecciones.

Lo que encomienda a la presidencia Bush a la realización de estudios fue su total ineptitud directiva. Esto es irónico hasta decir basta viniendo de un hombre que no es famoso por su ironía. El único terreno de especialización de Bush, después de todo, era supuestamente el de la dirección. No sólo había sido empresario, sino que se había licenciado en la Escuela de Negocios de Harvard. Bush era el Decisor. ?l era el que delegaba. Era exacto y puntual — de los primeros en llegar al trabajo, de los primeros en salir y el escritorio limpio en todo momento. ¡Vaya!

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La opinión generalizada sostiene que la chapuza de la Guerra de Irak fue consecuencia de una ideología enloquecida. Quizá. Pero también fue un ejemplo de gestión desastrosa. Se esté a favor o en contra de la guerra, tendrá que reconocer que debió haber terminado hace años y, junto a la invasión de Grenada, ser el apropiado tema de disertación de un doctorando en lugar de, como sigue siendo, un desaguisado urticante.

A insistencia de Donald Rumsfeld, la guerra se libró con escasos efectivos y después, cuando el país fue ocupado, escasos efectivos estuvieron presentes para mantener la ley y el orden. Las cosas se agravaron infinitamente cuando L. Paul Bremer, el virrey elegido por Rumsfeld, disolvió el ejército iraquí, liberando a una cantidad ingente de jóvenes en el paro y con armas para encargarse de las cosas a tiro limpio. Bremer también purgó el gobierno de miembros del Partido Baaz, sin dejar a nadie con conocimiento de causa en algún puesto relevante. Esto, sugieren las pruebas, se modeló a imagen de la propia Casa Blanca Bush.

Si Bush, Rumsfeld o Bremer se hubieran desenvuelto mejor, la guerra habría terminado mucho antes. Finalmente se necesitó del incremento para meter las cosas en cintura — y eso podría resultar aún un comentario demasiado optimista. No obstante, el incremento no habría sido necesario si la guerra hubiera sido dirigida de forma competente desde el principio.

La guerra de Afganistán emprendida contra los Talibanes, que habían protegido a Osama bin Laden, se gestionó de manera parecida. De nuevo, se enviaron escasas tropas para una labor demasiado grande. Los buenos encargados saben tomar decisiones. Bush no sólo eligió mal al dar preferencia a Irak sobre Afganistán, sino que eligió no elegir cuando pensó que ambas guerras podrían librarse en dos patadas — sin movilización, sin subida de impuestos, sin sacrificios por parte de la opinión pública.

El Instituto Bush de Gestión Fracasada también debería examinar la forma en que la administración llegó tan tarde a la conclusión de que el país caía en una profunda recesión. Esto debería acompañarse de un recorrido por la forma en que los diversos candidatos de Bush fracasaron a la hora de regular los sectores de la banca, los seguros, la vivienda o las hipotecas. (¿He mencionado el Katrina o ??Brownie, lo estás haciendo estupendamente?? ¿No? Más de lo mismo.)

Bush y sus ayudantes tendrían que dedicar tiempo a lo que fue mal en el Departamento de Justicia. Fue politizado y mal administrado hasta el punto que el propio Senado se dio cuenta. Los fiscales estadounidenses tenían al parecer que superar un consejo político, la Constitución se interpretaba según directrices monárquicas, y de alguna manera el juicio de Ted Stevens terminó siendo tan chapucero que su condena fue rechazada. Alberto González, camarada de Bush, era supervisado desde la Casa Blanca por Harriet Miers, vieja amiga de Bush cuya cualificación para ocupar el puesto se resumía en que era vieja amiga de Bush.

Si Bush y sus ayudantes logran seguir en el terreno de la política, es mi mayor deseo que pregunten al siempre voluble Karl Rove — el Mark Hanna por excelencia que iba a abrir una era Republicana de 30 o 40 años — lo sucedido. Rove ha reducido al Partido Republicano a él mismo, Rush Limbaugh y un puñado disperso de congresistas Republicanos que sólo él conoce. Tiene mucho que enseñarnos.

La presidencia Bush — rica en lecciones — debería tener ocupado a todo el mundo hasta altas horas de la madrugada. Si no es demasiado tarde — y especialmente en el caso de aquellos ya críticos con Barack Obama — permítame sugerir el postre.

¿Qué tal una humilde empanada?

 Richard Cohen

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