Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Nueva York. El pasado abril, Christine Quinn, portavoz del consistorio del municipio de Nueva York, distinguía a los miembros de la Unidad Especial de Delitos de Odio del departamento de policía y decía bromeando que esperaba con impaciencia el día de poder mandarlos al paro. Desde esa fecha, la ciudad parece haberse entregado a un festival del delito de odio, poniendo a principios de este mes el colofón con la tortura de tres caballeros en el Bronx presuntamente por ser homosexuales. Muy pronto, dirá usted, para disolver la Unidad de Delitos de Odio. Se equivocará.

Casi tan mala como los propios delitos de odio es la tipificación. Constituye una pequeña muestra de disparate totalitario, una forma que tienen los fiscales de castigar a los malhechores por sus ideas o su expresión pública, cosas las dos que solían estar amparadas por la Constitución (soy originalista en este aspecto). Ya no es el delito lo que importa, sino la creencia que puede haber provocado el delito. Por esto, a usted le pueden caer alrededor de cinco años más en el talego.

Vea el triste caso de Tyler Clementi. El novato de la Rutgers University se lanzó desde el Puente George Washington tres días después de que su compañero de habitación en el colegio mayor y otra persona colocaran presuntamente una webcam para ver a Clementi mantener relaciones sexuales con otro hombre y a continuación lo emitieron para otros por la red. Inmediatamente se escuchó el grito de «delito de odio» por todo el país y las autoridades anunciaron que estaban considerando presentar ese cargo. (No hay decisión clara aún). Pero Clementi, un caballero muy sensible según todas las versiones, pudo haber reaccionado a ese espionaje de la misma forma si su compañero de relación sexual hubiera sido una mujer — o si estuviera casado y la relación se hubiera mantenido con una mujer diferente a su esposa. ¿Es, de alguna forma, la vida de un homosexual más valiosa que la vida de un heterosexual?

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El fundamento estándar del código de delitos de odio es que los delitos de odio, citando la circular que difundieron ese día Quinn y el comisario de policía, «desgarran el tejido mismo de nuestra sociedad libre». A saber, si un homosexual es agredido, otros homosexuales se sienten intimidados. Una clase entera de personas se ve afectada. Puede que sí. Pero si se produce una violación en el parque, las mujeres se abstienen de ir. Y hay zonas enteras de la ciudad — de cualquier ciudad — en las que yo no me aventuraría en un coche blindado a causa del miedo a la delincuencia. La delincuencia afecta a todo hijo de vecino.

La tortura de esos tres caballeros del Bronx está comprendida sobradamente dentro de un amplio abanico de leyes — agresión, secuestro, etc. Las víctimas no eran más o menos víctimas a causa del odio a los homosexuales de sus agresores. Su tortura no fue más dolorosa porque sus torturadores les odiaran. Lo que importaba era la propia tortura. Y si la presunta banda de acusados de los delitos no fuera de alguna forma consciente de que hay leyes que prohíben la tortura o no les importara de cualquier forma, ¿por qué creemos que una ley más referente al odio va a disuadirles?

Las leyes de delitos de odio combinan la conmovedora fe conservadora en la infalible eficacia de la disuasión (que alcanza su absurdo y repugnante apogeo en las ejecuciones) con la creencia izquierdista en que cuando hablamos de grupos concretos, los derechos básicos se pueden anular. De esa forma llegamos a una discriminación positiva en la cual gente concreta tiene ventaja a expensas del resto totalmente en función de la raza o la etnia. Esta tierna sensibilidad hacia las minorías debe de explicar el motivo de que los colectivos de derechos civiles hayan guardado tan decepcionante silencio con la legislación de delitos de odio.

El resultado combina a Orwell con Kafka. ¿Cuál es el delito? ¿Homicidio en grado de tentativa? ¿U homicidio en grado de tentativa con agravante de odio? ¿A quién odia el autor material del delito y cuánto odia a la víctima? En Long Island, unos cuantos matones sintieron la solemne obligación de limpiar de hispanos la zona. Puro y simple odio. Pero uno de los autores materiales tenía amigos negros y amigos hispanos — y también una esvástica tatuada en su pierna. ¿Era un racista o, como sostiene su padre, es simplemente un menor imbécil? ¿Odiaba de verdad a los hispanos o sólo a los inmigrantes hispanos y, de todas formas, importa? Su víctima está muerta — el delito definitivo. ¿Deben sus asesinos ser condenados a cadena perpetua por su muerte — y a otros cinco años por lo que pensaban de ella?

Los fiscales tienen enorme autoridad. La mayor parte de ellos son personas prudentes y decentes con un sano respeto a la ley. Pero las leyes de delitos de odio dotan a los flagrantemente ambiciosos entre sus filas de la licencia para pedir penas por opiniones políticas impopulares y a menudo terribles — por pensar. Esos tres tipos del Bronx fueron presuntamente torturados por los miembros homófobos de una banda que merecen penas de cárcel. Su odio, sin embargo, merece censura.

Richard Cohen
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