Se cumple este octubre diez años de los trágicos naufragios frente a la pequeña isla italiano en los que murieron casi 400 personas y que han convertido a Lampedusa en epicentro y símbolo de la crisis migratoria en el Viejo Continente. Desde entonces se han combinado, como recuerdan en The Conversation, en esta localidad, solidaridad e impotencia, acogida y desbordamiento, frente al constante flujo de migrantes. Pero además Lampedusa ha evidenciado, como nadie, las contradicciones de la política europea de migración y asilo.

Sea Watch rescate migrantes mediterraneo 19-2-2020

Javier De Lucas Martín, Universitat de València

Solidaridad e impotencia, acogida y desbordamiento, ante la llegada constante y de nuevo creciente de personas –inmigrantes y demandantes de protección internacional– a las costas de la pequeña isla italiana de Lampedusa, convertida en símbolo de las contradicciones de la política europea de migración y asilo.

En el Consejo JAI celebrado en Bruselas el 28 de septiembre, la comisaria europea de Asuntos Internos, Ylva Johansson, reconoció que “el principal aumento se dirige a Italia y principalmente a Lampedusa, que está realmente bajo presión”.

Se trata de una isla de apenas 7 000 habitantes que ha recibido en las últimas semanas alrededor de 10 000 personas llegadas en algo más de 100 embarcaciones. La voluntad y capacidad de acogidas acreditada por los isleños está manifiestamente desbordada y se vive como un ejemplo de la falta de solidaridad europea entre los socios, de la ausencia de una política migratoria y de asilo común a la altura de los desafíos.

Lampedusa como símbolo de una crisis europea

La historia de estas llegadas tiene un hito trágico: octubre de 2013. En un lapso de apenas una semana (entre los días 3 y 11) se produjeron dos terribles naufragios en las costas de Lampedusa. En el primero murieron 366 personas. En el segundo, 34.

La entonces alcaldesa, Giusi Nicolini, rechazó las condolencias expresadas por las autoridades europeas que se desplazaron a la isla y reconvino su falta de voluntad política para responder de manera legítima y eficaz a esos viajes de la muerte. “¿Cómo de grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”, fue la pregunta con la que concluyó su mensaje.

Dos años después, el presidente de la República Sergio Mattarella explicaba así Lampedusa como símbolo: “Lampedusa puede convertirse en el símbolo de una crisis en Europa, tras estar en la frontera de la esperanza y la solidaridad”.

Desgraciadamente, a juicio de muchos –del papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, muy señaladamente–, Lampedusa sigue siendo hoy la metáfora del Mediterráneo como frontera cruel de Europa, de su naufragio moral y político, del naufragio del respeto al Estado de derecho como identidad europea, y no de su renacimiento, como quería Mattarella.

Cabe recordar que Lampedusa fue elegida por el Papa Francisco para su primer discurso oficial en julio de 2013 y es un rubrum que aparece reiteradamente en sus intervenciones sobre política migratoria y de asilo.

Un objetivo frustrado

Los desastres se han repetido y se repetirán. Ante este desafío, la UE como potencia en la cooperación y en el objetivo de defensa de la multilateralidad en las relaciones internacionales, se encuentra en una posición privilegiada.

Solo un verdadero plan europeo de política migratoria y de asilo común permitiría una gestión eficaz y legítima, solidaria y realista. Pero se trata de un objetivo tan largamente perseguido como frustrado, una vez más, a pesar de constituir la prioridad del programa del semestre europeo que preside España.

Las razones de este fracaso anunciado son, desde luego, complejas y podríamos agruparlas en tres clases. De un lado, las técnico-jurídicas. De otro, las de orden político, sobre todo las derivadas de la tensión política interna en la UE. Y en tercer lugar, las de carácter geopolítico global.

De las primeras es muestra la dificultad de alcanzar un acuerdo sobre los diferentes reglamentos en los que se concreta el pacto, y en particular el Reglamento sobre la gestión de crisis migratorias, así como el debatido Reglamento sobre la Gestión del Asilo y la Migración (RAMM), que sigue teniendo como eje el modelo del Reglamento de Dublín II y el Reglamento sobre un Procedimiento Común en materia de protección internacional.

El gobierno de Giorgia Meloni hace frente a una situación extremadamente difícil, y no se resiste a hacer política interna con la inmigración, a la vista de que los socios (Alemania y los países del este europeo) no concretan su solidaridad.

En todo caso, las dificultades mayores son las de orden político. El enfrentamiento de intereses entre tres bloques de Gobiernos en la UE (sintéticamente, el sur, el este y el centro-norte ricos), que hace imposible un verdadero modelo común europeo y obliga a descartar una política de cuotas o contribuciones obligatorias.

Relaciones entre la UE y los países de origen

En el contexto geopolítico, las relaciones entre la UE y buena parte de los países de origen y tránsito de los movimientos de población son problemáticas. Las dificultades se han visto acrecentadas por las consecuencias desestabilizadoras de la guerra en Ucrania, por la creciente influencia de China y Rusia.

Por otro lado, la llamada política bilateral entre la UE (y cada uno de sus Estados miembros) y los países de origen y tránsito sigue regida por una perspectiva de beneficio unilateral de los europeos, próxima a las pautas del pasado colonial, como hemos comprobado recientemente en Niger y Mali.

Los gobernantes de la UE y de la mayoría de sus Estados parecen negarse a la primera lección que hay que aprender: reconocer que los desplazamientos masivos de población que denominamos de modo genérico migraciones no son un fenómeno coyuntural ni sectorial. Lejos de eso, son una constante de la historia de la humanidad. Y tienen no solo un carácter global (son imposibles de abordar por un solo Estado), sino también holista.

Las migraciones no se vinculan solo al mercado laboral, porque también son un fenómeno social total que afecta a todas las dimensiones del hecho social.

La mejora en la garantía de derechos humanos, democracia y desarrollo sostenible en los países de origen y tránsito, antes que la obsesión prioritaria por exigirles su subordinación en las tareas de policía de fronteras, debiera ser la condición de una política migratoria y de asilo realista y legítima, a la altura de este desafío global.The Conversation

Javier De Lucas Martín, Catedrático de filosofía del Derecho y filosofía poítica, Universitat de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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