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Oscar Pérez de la Fuente, Universidad Carlos III

A pesar de que algunas de sus manifestaciones –como el lenguaje del odio– ocupan un creciente espacio en los medios de comunicación, el concepto de odio actualmente permanece poco analizado. A partir de mi estudio Breve genealogía del odio, basándome en autores clásicos como Aristóteles, Luis Vives, Tomás de Aquino, Séneca, Spinoza o Descartes realizaré una delimitación conceptual del odio para deslindarlo de nociones próximas como la ira, la envidia, el resentimiento y el asco.

El odio es una emoción humana que consiste en desear causar mal, como mal, a una persona, o un género de personas o animales –objeto–, tiene tendencia a ser permanente –circunstancia temporal– y frío y podría tener como causa la ira –que “crece hasta el odio”–, la envidia, el resentimiento o el asco –causa–.

La ira es una emoción humana que consiste en la intención de causar un estado de pesar a alguien, como venganza, por un desprecio manifestado o la impresión de haber sufrido una injusticia –objeto–, la cual es percibida como inmerecida o inicua –percepción–. La causa de la ira siempre es singular y particular ya que se trata de una afrenta contra uno mismo, o los que son próximos –causa–, y puede provocar un cierto pesar propio o bien, según otros, puede provocar placer por la venganza, quien tiene ira podría compadecerse si se dieran ciertas circunstancias –consecuencia–. La ira suele surgir como una reacción, a veces acalorada y precipitada –considerada en ocasiones como una “locura transitoria”–, y tiene una duración determinada –circunstancia temporal–.

La envidia es una emoción negativa que provoca malestar y dolor por el bien ajeno o la felicidad de los otros y se alegra del mal de los demás. Los bienes que se envidian principalmente son los que llevan consigo precio, estimación, honores, prestigio y gloria. Se puede considerar que la envidia, una vez desarrollada, pervierte el juicio más intensamente que las restantes pasiones.

El resentimiento se caracteriza, según Thiebaut: a) en una actitud reactiva, y nacida por tanto de una cierta pasividad respecto a un estado de cosas; b) es una actitud o un comportamiento que no nace de una propuesta propia sino de una defensa, y denota por tanto mi debilidad; Y así c) o bien esa situación se sublima en una acción que suprime ese estado de cosas o bien se configura como resentimiento al retornar sobre el sujeto débil e impotente y reforzar su actitud, generalizándola y constituyéndola en forma de existencia. El resentimiento sería una frustración patógena y enferma de la propia voluntad de ser y de poder.

En la obra Anatomía del asco, Miller propone una serie de similitudes y diferencias entre asco y odio cuando afirma que la principal relación viene dada por el concepto de aversión, que conlleva no sólo la mezcla de odio y asco, sino también la forma en que se refuerzan entre sí. El asco aporta al odio su forma especial de manifestarse, el modo en que se presenta como desagradable a los sentidos. Y también somete la inestabilidad del odio al lento proceso de atenuación del asco. Aunque tarde mucho en disiparse, el asco aparece de forma muy rápida; mientras que el odio presupone una historia. El odio desea el mal y la desgracia para aquello que lo suscita, pero resulta muy ambivalente en lo que respecta a desear que lo odiado desaparezca; el asco, por su parte, sólo quiere que la cosa se esfume y, cuanto antes, mejor.

En un interesante análisis, Thiebaut en su ensayo titulado Un odio que siempre nos acompañará… parte de sostener que los odios definen a los individuos, y los grupos en que se incluyen, al reflejar las marcas de “pertenencia social, de establecimiento jerárquico de los mejores y de los peores por medio de los gustos y de los hábitos”. Toda identidad tiene su alteridad y una de las posibles relaciones entre ambos conceptos es el odio, que a su vez ayudaría a marcar los contornos a la hora de definirlos. De esta forma, Thiebaut sintetiza esta visión cuando sostiene que “dime lo que odias, cabría pensar, y retratarás tus virtudes, el mejor rostro de tu identidad”.

En segundo lugar, Thiebaut, hace suya la distinción de la escolástica cuando propone diferenciar “el odium abominationis, que es, primariamente, el firme desprecio de alguna cualidad negativa, y sólo derivativamente de la persona que pudiera poseerlas, del odium inimicitiae, que se dirige, por el contrario, a las personas”. Odiar a personas concretas –desearles un mal– sería algo malo, mientras que odiar conceptos abstractos podría ser aceptable, como por ejemplo en el caso de nociones tales como la “crueldad, el despotismo o la tiranía”.

En tercer lugar, Thiebaut afirma que, “aunque se quiera tomar distancia es difícil ya que los odios acaban por definirnos”. Desde esta perspectiva, se afirma la paradoja de que, en ocasiones, expresamos los límites de nuestra identidad odiando determinados conceptos abstractos que consideramos detestables, pero ese ejercicio consiste precisamente en utilizar una negatividad en forma de odio, que era precisamente el origen de nuestra crítica inicial a esos conceptos abstractos. En palabras de Thiebaut, “odiar cruelmente la crueldad, nos pone ante la paradoja de que nosotros mismos somos crueles cuando más la rechazamos”. Al odiar algo odioso, en cierta forma hacemos un ejercicio de negatividad que nos vincula con el objeto de nuestra crítica.

En cuarto lugar, Thiebaut sostiene que “los odios políticos pueden nacer de un desprecio (a las mujeres, a los homosexuales), pero se consolidan porque lo odiado se entiende como amenaza, como un peligro que, a su vez, nos odia”. El odio es una emoción, que puede ser manipulada –especialmente por demagogos– y ha tenido históricamente gran poder movilizador, precisamente por las vinculaciones con el binomio identidad/alteridad. Los odios públicos buscan causar mal a un colectivo concreto y suelen ser caldo de cultivo para diversas manifestaciones, como los delitos de odio o los genocidios.

Aunque, en los casos extremos de lenguaje del odio, el Derecho puede intervenir, la educación en derechos humanos es la clave para que las identidades y las alteridades tengan una relación armoniosa más allá del odio.The Conversation

Oscar Pérez de la Fuente, Profesor de Filosofía del Derecho y Filosofía Política. Editor de Estrategia Minerva Podcast, Universidad Carlos III

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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