E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. – La afirmación del Presidente Obama de que Timothy Geithner se enfrenta a un grupo de desafíos más desalentador que ningún Secretario del Tesoro desde Alexander Hamilton puede ser una exageración, pero por poco. Geithner podría ser en la práctica el hombre más trabajador de Washington. Pero para sobrevivir, por no hablar de tener éxito, va a tener que hacer una defensa más convincente de que es parte de la solución y no del problema.

El caso de las considerables bonificaciones de AIG -iba a llamarlas indignantes, pero políticos y tertulianos han agotado las reservas de escándalo de la nación desde que fueron dadas a conocer las primas- es solo la situación más reciente en plantear la incómoda cuestión problema-o-solución en torno a Geithner. ¿Por qué no tuvo conocimiento antes de las bonificaciones? Y cuándo tuvo conocimiento por fin, ¿por qué no hizo algo por atajar lo que obviamente iba a ser una distracción y una controversia quizá perjudicial?

Una manera más simple de plantear la pregunta de Geithner es: ¿Se hace una idea?

¿Comprende la profunda sensación de traición que sentimos tantos estadounidenses al saber que los presuntos magos de las finanzas, los Amos del Universo que nadan en inimaginables riquezas, estaban salvaguardando nuestro bienestar económico con la dirigencia y la sobriedad de un apostador borracho en una mesa de dados de Las Vegas a las cuatro de la mañana? ¿Comprende que la crisis no es solamente un momento decisivo económico sino también cultural, y que lo que en tiempos se pensaba perfectamente válido en Wall Street ahora se entiende como censurable? ¿Comprende que fuera del Bajo Manhattan, la definición de «bonificaciones por retención» está siendo escatimada del último expediente de regulación?

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Los apuros de Geithner empezaron poco después de ser elegido para ocupar un puesto en el gabinete, cuando se dio a conocer que había omitido 34.000 dólares en impuestos federales de la declaración entre 2001 y 2004. Es razonable esperar que el Secretario del Tesoro cuente con un historial de pagar religiosamente sus propios impuestos, y la excusa de Geithner -que había utilizado el programa informático TurboTax para redactar sus declaraciones- no sonaba a excusa que relaje el ceño de un auditor del fisco. Pero Obama defendió la nominación y el Senado la sacó adelante porque Geithner era el presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York y había estado inmerso desde el principio en los esfuerzos por contener el batacazo financiero. Era uno de los pocos que entienden de verdad cómo y por qué las cosas se estaban derrumbando.

Una cosa que Geithner no parece entender, no obstante, es cómo y porqué importan las apariencias. Ha habido un flujo constante de noticias que indican que Wall Street no se da cuenta de que la Era de los Excesos ha terminado, la última este martes con una información de Bloomberg News acerca de que el consejero delegado de un Citigroup en problemas, Vikram Pandit, planea gastar alrededor de 10 millones de dólares redecorando la sede ejecutiva de la empresa. Sé que la empresa ha hecho otros ajustes y que Pandit está ganando un dólar al año. Solo que pienso que tras aceptar 45.000 millones de dólares del rescate, yo cancelaría cualquier proyecto de reforma que no se pudiera realizar con materiales de los almacenes Home Depot.

El trabajo de Obama sería mucho más fácil si Geithner fuera más eficaz trasmitiendo a la opinión pública lo sucedido a la economía y lo que la administración está haciendo para arreglarlo. Tal y como están las cosas, Obama tiene que dar todas las explicaciones. Quizá no sea realista esperar que Geithner sea mago de las finanzas y orador elocuente a la vez. Sí habla el lenguaje de Wall Street, no obstante, y uno de los requisitos innegociables de la descripción de su puesto debería ser hacer que los hombres y mujeres que dirigen nuestras instituciones financieras entiendan que su comportamiento tiene que cambiar.

La estrategia básica de gestión de la crisis, iniciada bajo la administración Bush y continuada bajo Obama, consiste en enchufar una manguera al Tesoro y el rociar con dinero a las instituciones financieras avariciosas e irresponsables hasta apagar el fuego. En términos políticos, dicho diplomáticamente, esto es difícil de vender. Se vuelve imposible cuando Wall Street no manifiesta ninguna gratitud sino arrogancia, recordándonos lo emotivamente satisfactorio que sería -si bien contraproducente y hasta desastroso a largo plazo- ponerse cómodos y dejar que el fuego lo arrase todo.

La considerable suma de dinero dedicada a Wall Street ha hecho ganar al contribuyente estadounidense el derecho a afirmar que las prácticas empresariales tales como las bonificaciones de AIG son historia. Geithner debe trasladar este mensaje. En caso de que no pueda o de que no lo haga, Obama debería encontrar a alguien que lo pueda hacer y que lo haga.

Eugene Robinson
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