E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington . Lo último que me dijo el cirujano antes de meterme en el quirófano fue ??Ya ve, si Obama y usted se salen con la suya con la sanidad, no sería yo
quien practicara esta operación.  Sería simplemente cualquiera.?

Intenté decirle -de manera algo disimulada, y a través de un tupido velo de calmantes y ansiedad- que tenía la mente abierta en la materia.

Todo salió bien. La operación fue en mi mano izquierda, y cuando me desperté en la sala de recuperación seguía teniendo pegado mi brazo izquierdo, con los cinco dedos. Más de una semana más tarde, sólo duele cuando escribo.

Mi inesperada investigación de primera mano del sistema de salud estadounidense es algo de lo que puedo bromear ahora, puesto que el final es feliz y el relato tiene tanto aire de ??Seinfeld.» Cuando la gente me pregunta por mi mano vendada y escucha la historia, con frecuencia me aconseja inventar algo más heroico, o por lo menos más masculino. La sugerencia más común: ??Solo di que te lo has hecho en una pelea de bar.?

El domingo, 22 de febrero, me encontraba en mi cocina haciéndome una ensalada. Estaba sacando la pulpa de un aguacate y no debía estar prestando mucha atención a la tarea, porque me pinché con el tenedor que estaba utilizando -dos heridas incisivas en la palma de mi mano, justo en la base del dedo de la alianza. La herida sólo supuró un par de gotas de sangre. Podría haber sido peor; me lavé la mano, puse una tirita y seguí con mis cosas.

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Cinco días más tarde, observé que mi mano estaba un poco dolorida. Al día siguiente, un sábado, mi dedo estaba tan hinchado que tuve que quitarme la alianza por primera vez en muchos años. El domingo por la mañana, mi dedo dolía con sólo mirarlo y dudo que hubiera sido capaz de pasar la alianza por encima del hinchado nudillo. El lunes por la mañana, mucho peor -una infección grave, obviamente. Llamé al médico y me recetó un antibiótico.

Hacia el miércoles, estaba en la consulta del médico para ponerme una inyección de un antibiótico más fuerte y recibir una receta nueva. Antes de esa tarde, me encontraba en el Hospital Universitario de Georgetown con una garra hinchada y deforme en donde antes tenía la mano y una vía metiendo antibióticos a escala industrial y tranquilizantes en la circulación. Me mantuvieron bajo atención hasta el domingo, y la atención dispensada fue tan buena que no me molestaron las bromas del médico acerca de «guacamoles asesinos.?

Ninguna de las cosas verdaderamente desagradables que podrían haber sucedido llegó a suceder. Resultó no ser una de esas nuevas infecciones bacterianas resistentes a los antibióticos, sino una cepa corriente de estreptococo que los médicos sabían cómo eliminar. Fue cogida a tiempo, justo antes de que las probabilidades de conservar todas mis extremidades se volvieran en mi contra. El ocurrente cirujano que me operó se especializa en cirugía de la mano y el codo; doy gracias a que él hiciera el corte y no «cualquiera» que podría no estar especializado o tener experiencia desplazando todos los nervios y vasos sanguíneos que los dedos necesitan para moverse.

¿Cambió la experiencia mi forma de pensar en torno al debate de la sanidad? Probablemente.

Mi desgracia no fue relevante a efectos de una de las cuestiones centrales, que es si las pruebas y procedimientos más avanzados y caros tendrán que ser racionados de alguna manera si los costes de la sanidad han de ser rebajados. La prueba más exótica de la que mi mano fue objeto es una radiografía. Los antibióticos que se me administraron se utilizan por doquier.

Lo relevante es que tengo un buen seguro, que tengo a través de mi trabajo, y no he pagado un centavo de mi bolsillo por el tratamiento. Si me encontrara entre los 46 millones de estadounidenses que están sin protección, me enfrentaría a una considerable factura hospitalaria. Nadie debería estar abocado a la ruina a causa de una desgracia con un aguacate y un tenedor. La forma en que administramos la atención sanitaria ahora -en función del poder adquisitivo del enfermo – es inmoral, y si son necesarios impuestos más elevados para garantizar que nadie tiene que elegir entre la salud y la quiebra, yo voy a pagar. ?sa viene siendo mi postura todo el tiempo, pero ahora es una cuestión personal.

Lo que ha cambiado es que también pienso más en la capacidad de tomar decisiones propias. Yo decidí dónde iba a ser atendido y, llegado el caso, lo que se haría y lo que no. Estoy dispuesto a pagar eso, también.

Eugene Robinson
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