E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

Sobre Robinson

Sus columnas, ahora en radiocable.com

Otros columnistas del WP

 

   

Hasta el más breve de los reconocimientos visuales de esta capital nebulosa que prolifera en todas direcciones es apoyo suficiente para llegar a la conclusión de que gran parte de la campaña retórica que venimos escuchando acerca de China es irreal, deshonesta o simplemente estúpida.

Esta es mi primera visita a China, y planeo dedicar las próximas columnas a informar de lo que vea y escuche. Pasé los años suficientes como corresponsal extranjero para saber lo delicadas que pueden ser las primeras impresiones. Las sutilezas y las complejidades de cualquier sociedad son — como es de esperar — sutiles y complejas.

Pero no todas las primeras impresiones son escasas de solvencia. Algunas son tan inmediatas que sólo pueden afianzarse con la experiencia de primera mano. Una cosa que ya sé es que la forma en la que muchos políticos estadounidenses hablan de China es ciertamente equivocada.

A excepción de Jon Huntsman, el embajador estadounidense aquí, todos los candidatos Republicanos parecen querer ser «duros con China». Mitt Romney ha decidido al parecer ser el más duro, por lo menos a tenor de las cuestiones económicas que con mayor frecuencia se citan como razón para mostrar dureza.

«No nos podemos cruzar de brazos simplemente y dejar que China se nos adelante», dijo durante uno de los debates. «La gente dice, bueno, va usted a abrir una guerra comercial. Eso está pasando ya, amigos».

¿En serio? Desde aquí, parece más un deseo que una guerra. Mi hotel se encuentra en el yuppificado y chic Distrito de Chaoyang, calle arriba desde una tienda Apple, un Starbucks, una delegación de Calvin Klein y de todas las marcas de lujo probablemente familiares. A una hora en coche, en el centro de visitantes de la sección Mutianyu de la Gran Muralla, el primer restaurante que se ve es un local Subway. Las marcas automovilísticas de gama alta en China incluyen no sólo Porsche, Audi o Mercedes, sino también Buick.

Nada de esto soluciona la injusta política de manipulación del cambio de la divisa por parte de China ni su flexibilidad a la hora de proteger el derecho a la libertad individual. Pero cuando se camina por las calles de Pekín, se ve una sociedad de consumo ya enorme en rápido crecimiento que en muchos sentidos se parece a la nuestra. Soy consciente de que esto es una simplificación excesiva. Sé que los municipios que experimentan un rápido crecimiento como Pekín, Shangai y los demás próximos a la costa no reflejan la tesitura de los núcleos urbanos del interior menos desarrollados.

Pero también soy consciente de que las economías norteamericana y china van a ser las más grandes del mundo durante gran parte de este siglo — y que también son tan codependientes que hablar de que un país se impone a todos los demás es estúpido.

Hay un dicho que dice que si usted debe al banco 1.000 dólares, el banco es titular de usted. Pero si usted debe al banco 1 billón, usted es titular del banco. Lo último que querrían las autoridades chinas es causar algún impacto significativo en nuestra economía, porque cuanto antes volvamos al crecimiento rápido, más segura puede estar China de que todo el dinero que nos ha prestado va a ser amortizado.

Casi no hace falta decir que Estados Unidos importó el año pasado unos 365.000 millones de dólares de productos chinos. China también tiene un interés urgente en asegurarse de que Estados Unidos conserva la capacidad de satisfacer el mayor flujo comprador con diferencia de productos que fabrican las fábricas chinas.

De forma que esto es en realidad una disputa en torno a cuestiones que no deberían de abordarse con amenazas de tipo duro y conductas chulescas. La solución implica negociaciones y matemática simple — y ambas partes tienen un importante incentivo en alcanzar un acuerdo.

Alguien debería de explicar esto a Rick Perry — aunque ahora que lo pienso, podría no suponer ninguna diferencia. Su crítica a China más citable se producía en el ámbito político. «Casualmente me parece que el gobierno comunista chino acabará en el basurero de la historia», dijo.

Pero esto pasa por alto la imagen general. Sí, China está administrada — de una forma autoritaria, represora, impactantemente brutal por momentos — por un régimen que se declara comunista. Pero el comunismo se inmoló hace dos décadas. Recorra cualquier calle comercial de Pekín y verá fachadas, comerciales y tenderos que venden de todo. El comunismo ha dejado de ser un sistema en China. Es solamente una marca de la que las autoridades no se han figurado cómo zafarse.

Soy consciente, por supuesto, de las bochornosas violaciones de los derechos humanos que el gobierno chino comete a diario — y de la insistencia egoísta y corrupta del gobierno en mantener el monopolio del poder. Estas atrocidades no se pueden olvidar nunca.

Pero apuesto a que la emergente clase media va encontrar la forma de liberarse de las cadenas. La respuesta correcta sería animarla a hacerlo

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
© 2011, Washington Post Writers Group
Derechos de Internet para España reservados por radiocable.com

Sección en convenio con el Washington Post

Print Friendly, PDF & Email