Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Alrededor del año 1924, el profesor sedujo a su estudiante. ?l tenía 35 años y estaba casado, ella tenía 18 y estaba soltera. ?l era un importante filósofo y ella era una alumna precoz, destinada a hacer grandes cosas sola. ?l iba a ser Nazi y ella era judía — Martin Heidegger y Hannah Arendt. Si se puede entender a los dos, como pareja y por separado, se entenderá al mundo y todos sus misterios. También puede que nunca vuelva a dormir.

La aventura Heidegger-Arendt es un relato muy contado que nunca pierde su atractivo para los escritores. Pero se ha publicado otro libro, ??Stranger from Abroad? de Daniel Maier-Katkin, que era criticado junto a una obra separada sobre Heidegger en la portada del New York Times Book Review del domingo — un lugar de distinción a la altura de estos dos gigantes intelectuales, por no hablar de su prolongada aventura rarísima en términos de afecto. Tras la Segunda Guerra Mundial, Arendt defendió a Heidegger y reanudaron la relación.

La aventura es bastante fácil de entender. Ella era una joven atractiva y él era un caballero robusto de gran vida intelectual, una celebridad destacada cuando para esas cosas no hacía falta bailar o degradarse en televisión. Es más difícil, mucho más difícil, entender o excusar la determinación de Arendt — ¿o era necesidad? — de continuar la relación tras la guerra. Después de todo, Heidegger no era un Nazi de la variante pasiva. Cosechó elogios de Hitler, y siendo rector de la Universidad de Freiburg ayudó a purgar de judíos el claustro — sus mismos colegas.

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En cuanto a Arendt, en los años de posguerra se hizo bastante famosa. Sus crónicas del juicio de Adolf Eichmann para The New Yorker — y más tarde en la obra «Eichmann en Jerusalén» — se convirtieron al mismo tiempo en sensación y obra de consagración de la autora. Ella formuló la frase «la banalidad del mal», tan adecuada que ha sufrido el destino de todos los corolarios, convertirse en clichés. También fue distinguida y odiada por acusar a algunos de sus colegas judíos de complicidad en el Holocausto – un juicio duro a la par que malicioso.

Hannah Arendt no era ninguna «niña» incapaz de superar su primer amor — a menos por supuesto que quisiera serlo. Cualquiera que sea el caso, su maquillaje emotivo no me interesa tanto como el de Heidegger. La suya fue una brillantez única, un filósofo cuyo trabajo se sigue debatiendo. Y aún así su Nazismo no fue producto del simple oportunismo — como fue el caso, digamos, del de Wernher von Braun, que necesitaba del empujón de Hitler para desarrollar sus proyectiles, o del de Herbert von Karajan, que no iba a permitir que una simple cuestión de moralidad se interpusiera entre una carrera ilustre y él. La carrera de Heidegger ya estaba asentada. ?l no tenía que ser Nazi; él quiso  ser Nazi.

Juntos, constituyen una pareja verdaderamente siniestra — dos de los grandes filósofos del siglo XX, con sus genios enfrentados por sus vidas inexplicablemente espantosas: uno apoyaba el Nazismo, la otra le justificaba por hacerlo. En un área crítica no eran más distintos que un gorila y su novia. A modo de precaución, debería de haber estatuas de ellos en cada plaza, y carteleras de ellos sobre los ingenuos que piensan, como pensó románticamente Alan Greenspan una vez de los mercados financieros, que el hombre es racional.

Hubo un tiempo en que yo combatía el concepto de mal. Cuando Ronald Reagan llamó a la Unión Soviética «el imperio del mal», yo lo lamenté. «El mal» sugerido sin motivo, una fuerza que no se puede entender. Esto, a su vez, descarta la opción de dar cabida, y eso es simplemente siniestro. Aun así Reagan estaba en lo cierto al hablar del sistema soviético, al tiempo que George W. Bush se equivocó y fue oportunista en la misma medida algunos años más tarde cuando explotó a Reagan para etiquetar a tres regímenes dispares y sin relación como «el eje del mal» — un absurdo mecánico, una abominación intelectual. Cuidado con los que te dicen no pienses.

Hannah Arendt y Martin Heidegger representan la velocidad de la luz intelectual, el límite absoluto de lo que puede hacer la razón, y la naturaleza insidiosa y laboriosa del mal. La profunda banalidad de la lealtad, de los antiguos afectos o tal vez de la incapacidad de admitir un error cegaba a Arendt ante el mal de Heidegger, y el mal de él le impedía ver sus consecuencias. ?l logró desvincular intelecto de moralidad, y ella no podía separar lo que había sido de aquello en lo que se había convertido. Justo después de la guerra, ella escribió que «el problema del mal será la cuestión fundamental de la vida intelectual de posguerra en Europa» — y después, algunos años más tarde, se marchó a Alemania a recuperar la relación con su antiguo amante. Resulta que no es el mal lo banal. Es el amor.

FE DE ERRATAS: En la columna de la semana pasada, escribí que Newt Gingrich no ha trabajado nunca para una entidad con fines de lucro. Me equivocaba. Es titular de varias empresas que producen beneficios. Lamento el error y le felicito.

Richard Cohen
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