E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson- Washington. El Secretario del Tesoro Timothy Geithner va a mejorar mucho en lo que a defenderse frente al Congreso y la opinión pública estadounidense se refiere. Estoy convencido de esa predicción porque tras contemplar su debut de esta semana, no veo cómo podría desenvolverse peor.

Las críticas vertidas a la presentación por parte de Geithner del plan de rescate financiero de la administración Obama fueron tan uniformemente negativas que añadir la mía sería cebarse en el árbol caído. Demasiadas críticas, en cualquier caso, se centraron en el estilo más que en la sustancia. Geithner acabará sintiéndose de manera inevitable más cómodo hablando desde la palestra del Congreso, lo que significa que empezará a sonar más confiado y seguro. El hecho de parecer tan joven -una especie de «Secretario de gabinete precoz Doogie Howser?- es algo que va a tener que aprender a utilizar en su beneficio, y a lo que nosotros simplemente vamos a tener que acostumbrarnos.

Lo que espero que aprendiera esta semana es lo de cerca que los estadounidenses siguen la crisis económica y lo enfurecidos que están. Geithner se hizo notorio en el mundo financiero en un momento en el que se asumía que los cerebritos llevaban las riendas de la política económica en Washington y las principales instituciones financieras de Wall Street. ¿Qué importaba que nadie entendiera una palabra de lo que decía Alan Greenspan? No había ninguna necesidad de que la gente corriente se preocupara de los detalles.

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Por decirlo diplomáticamente: error.

Va a pasar mucho tiempo antes de que vuelva a ser aceptable que un secretario del Tesoro, un presidente de la Reserva Federal, un presidente ejecutivo o cualquier otro que ocupa un puesto de poder en la vida económica del país comparezca ante el Congreso y, esencialmente, diga, ??Confíen en nosotros, entendemos de esto.? Pero al presentar un plan que era todo líneas generales sin ningún matiz esencial, eso es precisamente lo que hizo Geithner.

La reacción más importante no fue el repentino desplome de la Bolsa -casi 400 enteros en el Dow- tras la comparecencia pública de Geithner el martes ante el Comité de Finanzas del Senado. Recuerde, el motivo por su parte de presentar el nuevo plan de rescate antes de estar preparado del todo era calmar a los mercados. Sospecho, no obstante, que Wall Street no se habría alegrado aunque Geithner hubiera anunciado que su única iniciativa nueva sería dejar enormes montañas de dinero en las esquinas del bajo Manhattan todas las mañanas. En billetes sin marcar, por supuesto.

Geithner debería prestar más atención a las iras bíblicas que parecen ir al dedillo de la crisis financiera. Sé que es peligroso generalizar a partir de evidencias anecdóticas, pero no tengo más remedio que prestar atención cuando, como sucedía a principios de esta semana, un caballero obviamente inteligente y de discurso por lo demás razonable me deja un mensaje pidiendo «ejecuciones públicas» de malandrines de Wall Street.

Como presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, Geithner era un iniciado de Wall Street. Es probable que sólo un iniciado pueda entender las complejidades de la crisis financiera lo bastante bien para encontrar una solución. Pero como secretario del Tesoro, ahora trabaja en representación de una nación de profanos.

Desde la perspectiva del iniciado, es fácil entender cómo la imposición de límites estrictos e insalvables a la remuneración económica en las empresas receptoras de fondos del rescate podría disuadir a los ejecutivos de tomar parte en el programa. Esta es la postura que presuntamente sostuvo Geithner dentro de la administración. Pero cuando nosotros los profanos descubrimos, por ejemplo, que Merrill Lynch pagó primas a final de año por valor de más de un millón de dólares cada una a 696 empleados, no nos inclinamos a perder el sueño por las medidas que podrían hacer que los magnates de Wall Street se alejen del pesebre público.

El mayor error táctico que cometió Geithner fue abordar la crisis de Wall Street antes de formular siquiera, y mucho menos verbalizar, el programa de la administración encaminado a ayudar a los estadounidenses que tienen problemas para pagar las letras de sus hipotecas -de nuevo, aparentando tener más sintonía con los iniciados que con los profanos. Esto supone poner la carreta delante del burro- y la carreta, destinada a Wall Street, está cargada de unos sorprendentes 1,5 billones de dólares mientras el caballo, aguardado con impaciencia por muchas miles de familias desesperadas, es apenas un rumor.

Geithner tiene un trabajo increíblemente difícil por delante. La de Secretario del Tesoro es siempre una figura importante, pero pocas veces una figura tan pública. El tono adecuado para hablar de la crisis económica es esquivo; hasta Obama, uno de los comunicadores más eficaces que hemos visto en muchos años, sólo parecía encontrar su discurso en la materia en los actos electorales informales que celebraba esta semana en Indiana y Florida.

Geithner debería pronunciar su próximo discurso económico desde la sala de estar de un vecindario machacado por las ejecuciones hipotecarias. Entre profanos.

 Eugene Robinson
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