E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Cuando decretó su escalada de la guerra en Afganistán, el Presidente Obama prometió que las tropas estadounidenses «empezarán a volver» durante el verano de 2011. Las crónicas pesimistas que llegan de la zona de guerra deberían hacerle más decidido a cumplir su promesa — y a los estadounidenses más insistentes en que la cumpla.

Durante su testimonio ante el Congreso esta semana, el General David Petraeus – padrino del incremento de Obama de 30.000 efectivos destacados en Afganistán — trató de ganar cierto margen de maniobra con todas sus fuerzas. «Tenemos que ser muy respetuosos con los plazos», decía al Comité de las Fuerzas Armadas del Senado. El plazo para empezar a retirar los efectivos que se abre en julio de 2011 depende del supuesto de que «las condiciones» sean favorables, dice Petraeus.

Pero espera un momento. Otra forma de describir un plazo de retirada que se basa no solamente en fechas sino en un conjunto de «condiciones» amorfas y vagas sería llamarlo compromiso indefinido. Esto es precisamente lo que Obama dijo no estar dando a la administración corrupta, falta de escrúpulos y cada vez menos fiable de Afganistán.

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Básicamente había dos razones para fijar un plazo firme desde el principio. Una era tranquilizar a la escéptica opinión pública estadounidense, que había empezado a vincular la guerra de Afganistán con conceptos tales como «atolladero» o «Vietnam». La otra era aplicar la máxima presión sobre Hamid Karzai, el voluble presidente, para que despertara y se pusiera con el programa.

Cosa que no ha hecho. Karzai, que parece no haber recibido el memorando de cómo debe comportarse un régimen que depende de Estados Unidos, alterna entre la cooperación a regañadientes y el desafío petulante. Lo más alarmante es que Karzai en la práctica está saboteando la iniciativa encaminada a ganarse voluntades en Kandahar, el corazón de la insurgencia talibán, al dejar la estructura de poder local en manos de su corrupto y criminal hermanastro, Ahmed Wali Karzai.

En Washington, la interpretación militarista de los acontecimientos es que el propio plazo es ahora el problema — que, en palabras del Senador John McCain, dice «a los principales actores dentro y fuera de Afganistán que Estados Unidos está más interesado en marcharse de este conflicto que en salir victorioso».

Esto suena a argumento razonable hasta que se piensa detenidamente. Karzai, los talibanes, los señores de la guerra y la opinión pública afgana ya saben que las fuerzas estadounidenses y de la OTAN se van a marchar algún día. La única forma de convencerles de lo contrario sería anunciar que tenemos intención de quedarnos para siempre — y ese no es el caso claramente. Desde el punto de vista afgano, no supone gran diferencia que los intrusos se vayan dentro de un año o dentro de cinco.

Supondría una gran diferencia, por supuesto, que hubiera una administración afgana capaz y honesta que pudiera utilizar más tiempo para construir su capacidad y ganarse la confianza de la población. Todo el mundo sabe, sin embargo, que no existe una administración así.

McCain anuncia que todas las formaciones afganas enfrentadas están «haciendo los arreglos oportunos de cara a un Afganistán post-estadounidense». Pero este resultado no sólo es inevitable, es lo que decimos querer. Antes o después habrá un «Afganistán post-estadounidense», y alguna dosis de poder e influencia quedará en manos de los afganos que ahora se consideran leales a los talibanes. La corrupción no desaparecerá, ni los cultivos de dormidera y marihuana, ni el sistema de lealtades basado en los clanes que ha sobrevivido a un siglo de invasiones extranjeras.

No se trata de que Afganistán sea una especie de caso perdido. Se trata simplemente de que es pura fantasía creer que un experimento de creación de una identidad nacional encabezado por Estados Unidos — y eso es lo que intentamos, aunque lo llamemos contrainsurgencia — puede imponer una plantilla administrativa entera dentro de un año o dos, o incluso diez.

Que Obama respete o no su plazo anunciado no importa tanto a los afganos como lo que supone para nosotros. Las bajas estadounidenses se elevan, como se anticipaba; Obama ha triplicado los niveles de efectivos estadounidenses desde que fue investido, y la batalla de Kandahar va a ser sangrienta. Nuestros aliados europeos se muestran esquivos, ponen obstáculos, se quejan y buscan la salida. A medida que pase el tiempo, se convertirá paulatinamente en una guerra exclusivamente estadounidense.

La cuestión es cuánto más costará la guerra en términos de importantísimas vidas jóvenes y recursos escasos. Obama se ganó la indulgencia de la nación haciendo la promesa de que la inevitable retirada de las tropas estadounidenses empezaría el año que viene. Los estadounidenses deben esperar que cumpla su promesa — e insistir en que lo haga.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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