E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Ya es Navidad para los demagogos. El laudo que pone freno a las disposiciones más polémicas de la nueva ley de inmigración anti-latina de Arizona es un regalo bien presentado para aquellos que disfrutan convirtiendo la verdad, la justicia y el estilo americano en ventajas políticas.Como ciertamente todo hijo de vecino sabe a estas alturas, la magistrada de distrito Susan Bolton decretaba el miércoles una medida cautelar extraordinaria que impide al estado implantar secciones del código que parecen patentemente inconstitucionales. Las consecuencias políticas están muy claras: a corto plazo por lo menos, los Republicanos ganan y los Demócratas pierden.

A un plazo mayor, el impacto de la cuestión de la inmigración sobre las esperanzas de los principales partidos es al revés. Pero el acento se pone ahora en ganar en noviembre, y el Partido Republicano se frota las manos.

Los críticos tienen otro arma más que utilizar contra la administración Obama, porque fue el Departamento de Justicia del Presidente Obama el que llevó a la justicia el código de Arizona. El fiscal general Eric Holder elegía un argumento relativamente discreto: que la draconiana legislación supone una usurpación flagrante de la obligación del gobierno federal de establecer e implantar las leyes de inmigración.

Bolton convenía, y prohibía temporalmente las disposiciones de la medida que se aventuran en terreno federal. El Departamento de Justicia no le solicitó que abordara el otro gran problema de la ley, que es que se reduce a una receta de fichado racial a una escala que no se veía en este país desde los días de las leyes de segregación en el Sur. Pero Bolton se metió de todas formas.

Si la policía local recibe órdenes de comprobar la situación de cualquiera que detenga o interrogue, existe una «probabilidad sustancial» de que un criterio tan indiscriminado incluya a extranjeros residentes legales, turistas extranjeros con visados válidos, y hasta ciudadanos estadounidenses — en otras palabras, cualquiera que tenga aspecto más o menos mexicano.

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Al margen del comisario del Condado de Maricopa Joe Arpaio — un grandilocuente truco publicitario que ya llega a poner en escena operaciones contra la inmigración ilegal ante las cámaras de televisión — virtualmente todo funcionario destacado de las fuerzas del orden de ese estado es contrario a la ley. Argumentan que sobrecarga sus recursos, pone a sus agentes en peligro potencial y, lo más importante de todo, hace mucho más difícil investigar los delitos. Imagine que hay dos caballeros dentro de un vehículo que están esperando casualmente a que cambie el semáforo cuando tiene lugar ante sus ojos un robo con agravante brutal. Si el nuevo código está en vigor, y uno de los testigos se encuentra aquí ilegalmente, ¿qué probabilidades hay de que acuda a decir a la policía lo que vio?

No escucharemos tales sutilezas ni molestias a los Republicanos este otoño, no obstante. Vamos a escuchar atronadoras alegaciones de que la administración Obama — la enorme y malísima administración federal — ha conspirado con una funcionaria federal de justicia no electa para impedir que el estado de Arizona implante una ley que aspira solamente a expulsar del país a un puñado de personas que no tienen derecho a estar aquí.

Vamos a escuchar a los candidatos Republicanos decir que Arizona tenía que actuar porque la administración federal se niega a «garantizar la integridad de la frontera». El hecho es que el Presidente Obama ha incrementado de forma acusada la seguridad fronteriza y las deportaciones; que el influjo de inmigrantes en situación irregular se reduce enormemente con respecto al que fue durante la administración Bush. Pero ahí quiero ver a Obama otra vez, tratando de encontrar un rumbo de acción cuerdo y moderado. Como es de esperar, está recibiendo por todos los lados — el colectivo anti-inmigración que afirma que no está haciendo lo suficiente, y el colectivo pro-inmigración que se queja de que hace demasiado.

La inmigración no fue siempre una cuestión de partidismos, pero eso es en lo que se ha convertido; hasta John McCain, defensor convencido en tiempos de la reforma integral, se alinea ahora con los xenófobos. Es un problema enorme a largo plazo para los Republicanos, que se arriesgan a colgarse el sambenito de partido anti-latino — y empujar a la minoría más grande y de mayor crecimiento del país a los brazos del Partido Demócrata durante una generación o más.

Los estrategas inteligentes del Partido Republicano como Karl Rove comprenden este riesgo y han hecho sonar las alarmas. Pero sus voces son ahogadas por aquellos que exigen que las autoridades hagan de alguna forma un seguimiento, capturen y expulsen a los alrededor de 12 millones de personas que están aquí en situación irregular, la gran mayoría de las cuales respetan la ley y son productivas. Cualquier cosa que no sea un pogromo a gran escala se tilda de «amnistía» — el tipo de rendición abierta escogida por incondicionales de la izquierda tales como Ronald Reagan y George W. Bush.

«No a la inmigración ilegal» es un eslogan simple que hará ganar votos a algunos candidatos Republicanos. Los Demócratas terminan atascados con términos que funcionan mejor como título cinematográfico que como eslogan de campaña: «Hacer lo correcto».

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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