Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington El domingo, The Washington Post y The New York Times reunían a más de una veintena de eruditos y les planteaban, en palabras del Times, «¿Cómo puede invertir Obama la tendencia?» Buena pregunta. No sólo seis de cada diez votantes «carecen de fe en que el presidente vaya a tomar las decisiones adecuadas para el país», según una encuesta Washington Post-ABC News, sino que Barack Obama ni siquiera se lleva el mérito de las decisiones correctas que ya ha tomado. El rescate bancario evitó el derrumbe financiero y el paquete de estímulo apartó a la economía del borde del abismo. Junto a la reforma del sector financiero y la sanidad, son logros importantes. Sólo discrepa el votante.¿Por qué? Algunas respuestas son evidentes. La economía sigue floja y el paro sigue siendo elevado. Los efectos de la reforma sanitaria aún están por verse y la tinta de la reforma financiera dista mucho de estar seca. Hasta que esas legislaciones se vuelvan populares, pueden ser manipuladas por los Republicanos entre otros malintencionados. Y en cuanto a la economía, impedir que las cosas empeoren no es lo mismo que hacer que mejoren. Si usted está en el paro, a duras penas le va a animar que la recesión visitara su domicilio y se saltara a su vecino. Lo que cuenta es su puesto de trabajo.

¿Qué se puede sacar pues de todo esto? Los expertos de los medios de referencia entre los medios de referencia rebosan ideas. «Nuevas formas de pensar» podrían salvar la situación, dice David Frum, y una renovada guerra contra el cáncer haría maravillas, según Elizabeth Edwards. La estratega Demócrata Catherine A. ??Kiki? McLean dice que Obama debe centrarse «en el empleo, el empleo y el empleo», mientras que Matthew Dowd, de ABC News él, sugiere al presidente «bajarse del tren partidista de campaña?. Donna Brazile insta a Obama a elevar el tono de su retórica, Bob Kerrey es partidario de «una campaña destinada a promover la innovación en el sector privado», Mark Penn propone duplicar el tamaño del programa espacial, Edward Rollins cree que a Obama le irían mejor las cosas si dejara de culpar de todo a su predecesor y a Robert Shrum le parece que «Obama sólo necesita ser él mismo». (¿Eso qué es?)

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Todas son sugerencias ingeniosas y algunas podrían suscitar realmente el debate estimulante en la Brookings. Pero el artificio de todas ellas se vuelve evidente en cuanto — como siempre pasa — Obama es equiparado con Ronald Reagan. (Shrum lo hace). Los parecidos son superficiales, y el más importante de ellos es el hecho de que Reagan también registró cifras de popularidad decepcionantes en esta tesitura de su presidencia — consecuencia de una acusada recesión. De hecho, los Republicanos perdieron escaños de la cámara en las legislativas de 1982, igual que los Demócratas están destinados a perder según todo bicho viviente político concebible. Reagan, por supuesto, prosiguió hasta lograr la reelección por un amplio margen y desde entonces se ha convertido en un icono Monte Rushmoriano. Que preparen los cinceles.

La comparación con Reagan puede alegrar a Obama, pero no son nada comparables. Porque hasta en los peores momentos de Reagan en los que, según Gallup, seis de cada 10 estadounidenses decían no gustarles la labor que desarrollaba, la friolera de seis de cada 10 decían no obstante que el caballero les caía bien. Era, por supuesto, fenomenalmente encantador, auténtico y curtido en incontables audiciones a la hora de dar esa imagen. Igual de importante era que la opinión pública tenía fe en la consistencia de sus principios, conviniera o no con ellos. Esto era la Paradoja Reagan y ayudó a poner mejor cara a su presidencia.

Nadie acusa a Obama de ser normalito. No es desagradable, pero carece de la calidez de Reagan (o de Bill Clinton). Es más, su carrera ha sido breve. No encabezó ningún movimiento, no fue portavoz de ninguna ideología, e hizo una campaña sacada de los anuncios de Nike — poniendo cambio en lugar del zas del anuncio. Parece distante. No suscita bromas irlandesas. Para el votante medio, es lejano.

Reagan, en contraste, está presente desde siempre. No se definía únicamente a través de cuidados anuncios de campaña sino de un sinnúmero de discursos, dos legislaturas agitadas y muy polémicas como gobernador de California y una candidatura anterior a la presidencia. Nunca hubo una duda en torno a quién era Reagan y lo que defendía. Nada que ver con Obama. Lo único que comparte con Reagan hasta la fecha son los bajos índices de popularidad.

Lo que se ha venido en llamar la Paradoja Obama no es ninguna paradoja en absoluto. Los votantes carecen de fe en que vaya a tomar las decisiones económicas acertadas porque, en lo que a ellos respecta, no lo ha hecho. Se decantó por la reforma sanitaria, no por la creación de empleo. Apoyaba la opción pública, y luego no la apoyaba. Se ha mostrado frío con el israelí Binyamin Netanyahu y luego no deja de hacerle la pelota. Los estadounidenses saben que Obama no es tonto. Pero siguen sin saber quién es él. Para que los estadounidenses puedan reconocer los méritos de lo que ha hecho tienen que saber quién es. Estamos impacientes.

Richard Cohen
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