E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Occupy Wall Street y sus manifestaciones afines de todo el país son torpes, incoherentes e irremediablemente quijotescas. Dios, me encantan.Me encanta cada faceta de estas sentadas gloriosamente improvisadas. Me encanta que sean espontáneas, que no tengan líder ni estructura. Me encanta que los manifestantes se nieguen a facilitar demandas concretas más allá de un contundente llamamiento a la justicia económica. También me encanta que en Chicago — en exclusiva, hasta el momento — los manifestantes se hayan saltado la norma de la variedad y que sean ultra-concretos en sus objetivos. Me encanta que no haya reglas, sólo tendencias.

Me encanta que cuando a Occupy Wall Street se le negó el permiso para utilizar altavoces, los manifestantes improvisaran una alternativa sacada directamente de los Monty Python, o a lo mejor de «Los Picapiedra»: que todo hijo de vecino a una distancia prudencial repitiera las palabras del orador, textualmente y al unísono, para que todo el grupo pudiera escuchar. Funciona — y suena tremendamente estúpido. Los movimientos de protesta que se transforman paulatinamente en algo importante tienden a tener sentido del humor.

No puedo evitar adorar que el secretario de la mayoría en la Cámara Eric Cantor llamara a las manifestaciones «crecientes turbas» y se quejara de compañeros de viaje «que en la práctica han condonado poner a unos estadounidenses contra otros». Es el mismo Eric Cantor que elogiaba al movimiento de protesta fiscal tea party en su infancia estridente, conflictiva y agresiva por ser «un movimiento orgánico» que trataba «de la gente». La hipocresía del caballero es de museo.

Por encima de todo, me encanta que los manifestantes de Occupy se presenten en el momento adecuado y se dirijan justo al objetivo correcto. Esto podría ser el inicio de algo relevante e importante.

«Justicia económica» puede significar cosas diferentes para personas diferentes, pero no es una fórmula vacía. Plasma la sensación de que de alguna forma, cuando no mirábamos, el concepto de igualdad se borró de nuestro sistema económico — y de nuestro léxico político. La injusticia económica se convirtió en norma.

Los avances revolucionarios en las tecnologías y la globalización son las fuerzas más responsables de la evisceración de la economía estadounidense. Pero nuestros legisladores respondieron de formas que tienden a agravar, en lugar de paliar, los aspectos más nocivos de estas tendencias mundiales.

El resultado está a la vista: un país en el que los ricos se han vuelto mega-ricos mientras la clase media se ha ido contrayendo paulatinamente, en el que el paro permanece a niveles considerados insoportables en tiempos, en el que nuestro sistema político es demasiado disfuncional para adoptar la clase de medidas audaces que marcarían la diferencia. Con el tiempo, la economía saldrá de este bache y las cosas pintarán mejor. A nivel fundamental, no obstante, nada va a cambiar.

¿Suena eso genérico y difuso? Sí, pero es cierto.

Los manifestantes de Occupy Wall Street vieron esta verdad genérica y difusa — y también entendieron que el lugar para empezar este movimiento era el epicentro del sistema económico.

Durante la mayor parte de nuestra historia se entendió que el sector económico se suponía realizaba un servicio vital a la economía: canalizar la liquidez a las empresas en las que recibiría el uso más eficaz. Pero el cambio vertiginoso tecnológico, económico y político del que durante las últimas décadas ha sido testigo el mundo alumbró innumerables oportunidades de que el sector financiero se canalizara la liquidez hacia sí mismo, inventando a menudo exóticas herramientas financieras nuevas cuyos fundamentos podrían ser inexistentes. La crisis económica de 2008 puso de relieve la necesidad urgente de reformas.

No se trata de que los banqueros de inversión deban responder de todos los males del mundo. Se trata de que el sector financiero es emblemático de un sistema político y económico entero que ya no parece tener presentes los intereses de la mayoría de los estadounidenses.

De ahí el diverso grupo — que no es enorme, pero es idealista y decidido — que acampa en la parte baja de Manhattan. Algo parecido sucede en dos docenas de ciudades más. Y a lo mejor nace un movimiento.

Ahora mismo, tras menos de un mes, los tertulianos plantean si los manifestantes de Occupy sabrán transformarse en una fuerza política coherente. Por ahora, al menos, yo espero que no.

No andamos escasos de políticos en este país. Lo que nos hace falta es más pasión y energía al servicio de la justicia. Hemos de ser obligados a responder a preguntas que suenan ingenuas o simples — interrogantes de deontología y valores. Las posturas legislativas concretas pueden esperar.

En algún momento estos campamentos de protesta van a desaparecer — y, puesto que el país y el mundo no habrán cambiado, se considerarán un fracaso. Pero me da que esta opinión probablemente se equivoque. Me parece que la semilla del activismo progresista de las manifestaciones de Occupy podría germinar en algo grande de verdad.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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