Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Digan lo que digan del mundo árabe, ganarse su gratitud es difícil. El Presidente Obama fue a Egipto y no a Israel. Exigió a Israel suspender la adición de nuevos asentamientos en Cisjordania. Despachó con el Primer Ministro Binyamin Netanyahu con un desprecio desalentador. A cambio de todo eso, no obstante, la popularidad de Obama en los países árabes se ha hundido. Al contrario que casi la quinta parte de los estadounidenses, el mundo árabe es claramente consciente de que Obama no es musulmán.Las encuestas muestran algunas cifras llamativas. Cuando la pasada primavera el Pew Global Attitudes Project preguntó a los residentes de países islámicos lo que pensaban de Obama, éste obtenía algunas distinciones en lo que respecta a cuestiones tales como el cambio climático. Pero cuando la pregunta era el conflicto palestino israelí, la nota no sólo bajaba en Indonesia y Turquía, caía estrepitosamente hasta casi estrellarse en los tres países árabes encuestados. En Jordania, el 84% desaprobaba la forma en que Obama estaba gestionando el conflicto palestino israelí. En Egipto, la cifra era del 88% y en el Líbano del 90%.

Para Obama, los números deben ser descorazonadores. Sugieren sólidamente que su tentativa de cortejar al mundo árabe, de convencerlo de que América puede ser un árbitro imparcial entre Israel y los palestinos, ha fracasado estrepitosamente. En la práctica, el alcance de este fracaso es más acusado en el Líbano. Allí, el 100% de los chiítas encuestados — en otras palabras, Hezbolá y demás — no tienen ninguna fe en Obama ni en sus buenas intenciones. Esto podría suponer un revés para Obama, pero paradójicamente es un éxito de los valores estadounidenses.

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Lo que parece captar el mundo árabe es que América nunca va a acceder a lo que más quiere el mundo árabe — un estado islámico allí donde hoy hay un estado judío. Esta conclusión totalmente razonable se basa en lo que desde hace tiempo es política estadounidense — no lo que quiere el Departamento de Estado, sino lo que apoya el pueblo estadounidense. A América siempre le ha gustado la idea de Israel. Por razones totalmente comprensibles, el mundo árabe siempre la ha odiado. Nada ha cambiado.

Un documento fundamental en este terreno — un análisis desclasificado de la CIA que data de 1947 — era sacado a la luz (que yo sepa) por Thomas W. Lippman y recogido en el número de invierno de 2007 del Middle East Journal. La CIA defendía con convencimiento que la creación de Israel no revertiría en los intereses de América y que por tanto Washington tendría que oponerse. Esto no difiere de lo que más tarde militares y diplomáticos (el último David Petraeus) han defendido y sin duda es correcto. Apoyar a Israel perjudica a América en el mundo islámico — particularmente el árabe — y teniendo en cuenta la crucial importancia del crudo de Oriente Medio, no tiene ningún sentido práctico.

La CIA defendía además que el denominado conflicto árabe-israelí pronto se ampliaría para convertirse en un conflicto islámico israelí — otro acierto de lo que entonces era un servicio de Inteligencia en pañales. Ese proceso ya estaba en marcha, lo que es el motivo de que algunos no árabes (los musulmanes bosnios, por ejemplo) combatieran la creación de Israel, y no ha hecho sino agravarse a medida que el islam radical, aliñado con generosas dosis de antisemitismo, se ha vuelto aún más fuerte.

Pero donde la CIA se equivocó — y no por última vez, lamentablemente — fue al predecir que los árabes derrotarían a Israel y que el estado no sobreviviría. La CIA estaba muy segura del resultado, que una figura posterior de la CIA habría llamado «una jugada de última hora».

Lo que ni la CIA, ni a esos efectos el anti-Israel Departamento de Estado, reconocieron a finales de los años 40 es que los intereses de América no son siempre apreciablemente pragmáticos — la métrica, en la jerga de nuestro tiempo. A veces, nuestros intereses son reflejo de nuestra ética nacional, la afinidad por otras democracias, la simpatía por el que está contra las cuerdas. También estos factores revierten en interés de América y se pueden limitar, pero no abandonar, en aras de la simple métrica.

Este es el motivo de que el gesto aperturista de Obama al mundo árabe, llevado a la práctica de forma torpe, nunca llegara a tener éxito. América puede complacer a ciertos gobiernos árabes — Egipto y Jordania, por ejemplo — pero no al mundo árabe. Lo que quieren, y lo que han sido informados repetidamente de que se merecen, es el retorno de los refugiados palestinos a lo que hoy es Israel y el control sobre todo Jerusalén. Son cosas inaceptables en lo que concierne a Israel. No está dispuesto a renunciar a su capital y, en un período de tiempo relativamente corto, a su mayoría judía.

Esta semana, palestinos e israelíes volverán a hablar de paz en Washington. Pero hasta que ambas partes, los pueblos árabes en particular, renuncien a lo que quieren de verdad, el reloj seguirá parado donde siempre. Esas encuestas de Pew demuestran que estamos en 1947.

Richard Cohen
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