Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Como una aparición, Jimmy Carter acecha a Barack Obama. El ex presidente ha publicado otro libro más, el 25, que ha sido recibido con cierto menosprecio e importantes cantidades de burla. Garry Wills, del esperablemente progresista New York Review of Books, escribe que «Carter es un hombre mejor de lo que su peor enemigo le retrataría. Y su peor enemigo resulta que es él mismo». A lo cual un coro de críticos añadiría rápidamente, «No mientras yo respire».

Esos críticos se lo están pasando bomba con la obra más reciente de Carter, «Diario de la Casa Blanca». Resulta que Carter era un infatigable diarista, recogiendo todo por cualquier razón — la elevada estima en que se tiene a sí mismo, sobre todo. Es el Jimmy ambulante, dedazos en todos lados, hasta programar la música del hilo musical de la Casa Blanca. El libro se convierte en «prueba de la acusación de petulancia del caballero», según Wills, y una vez más el coro de críticos literarios adicionales interviene con un sentido «Amén».

Podría preguntarse llegados a este punto el motivo de que, arriba, meta a Obama en el mismo párrafo que Carter. No es que Obama sea tan corto políticamente como Carter, y casi seguro no es porque crea que los dos presidentes persiguieron políticas estúpidas. Por el contrario, de la reforma sanitaria al estímulo económico, e incluyendo el programa TARP iniciado por Bush, Obama ha hecho las cosas correctas. Evitó por los pelos tanto el colapso del sistema financiero como el empeoramiento de la Gran Recesión al tiempo que, paradójicamente, era puesto a caldo por hacerlo. Como dijo en una ocasión el propio Carter, la vida es injusta.

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Jimmy Carter fue canela en rama como presidente y sumamente difícil de caer bien. (Yo nunca logré la hazaña). Aun así, en el que fue y sigue siendo el mayor desafío al que se enfrenta este país con diferencia, la crisis energética, Carter tenía razón y la tenía con valentía. Puso sobre la mesa sus ideas en un injuriado discurso en el Despacho Oval al tiempo que otras veces llevaba un jersey para sugerir bajar la calefacción. Durante su discurso, utilizó la fórmula «el equivalente moral a la guerra» para caracterizar el actual desafío energético. Los estadounidenses tendrán que hacer sacrificios. La crisis lo exigía y el gobierno insistirá en ello. Que preparen los jerséis.

Carter instó al aislamiento doméstico, a un incremento de la extracción del carbón, al descenso de la importación del crudo exterior y, significativamente, una reducción del 10% en el consumo de combustibles. Predijo que a América se le acabaría el crudo — casi 10 millones de barriles extraídos al día en 1970 hasta menos de 6 millones hoy — y dijo que «la piedra angular» de su política era la preservación. «Aquellos ciudadanos que insisten en conducir coches enormes e innecesariamente potentes tienen que esperar pagar más por ese lujo», dijo.

Carter exhortó a los estadounidenses a elevar su consumo de energía solar. Dedicó fondos a lo que predicaba e instaló paneles solares en el techo de la Casa Blanca. Ronald Reagan los hizo retirar en 1986.

Reagan tuvo sus virtudes, pero reconciliarse con la realidad energética no fue una de ellas. En contraste con el enfoque crudo de Carter sobre la política energética, Reagan anunció simplemente que era un nuevo día en América (su discurso de campaña por la reelección de 1984) — y lo dejó ahí. Las maravillas de la libre empresa proveerán. Dios proveerá. Se trataba de un enfoque muy tercermundista sobre un problema del Primer Mundo.

Desde aquel momento, el enfoque «¿Qué, preocupado yo?» sobre la administración pública ha terminado por dominar al Partido Republicano. Lo vemos en la actualidad. Su remedio a todo lo que nos aqueja es reducir el tamaño de la administración — detalles concretos más tarde — y, por supuesto, bajar los impuestos. Esta es, en cierto sentido, la herencia de Reagan, aunque ahora Reagan podría no cooperar. ?l era receptivo a las ideas (uno de los primeros suscriptores del National Review) mientras que el Partido Republicano actual es inerme intelectualmente, transmitiendo sus neuronas el impulso nervioso puntual de la indignación del movimiento fiscal y aguardando después intervención divina.

El programa energético de Carter iba directo al dinero. El mensaje estaba bien; el mensajero fue desastroso. Este es exactamente el caso con Obama, que es mucho más agradable que Carter pero que está siendo abofeteado de forma parecida. Tener razón está bien. Convencer al resto de que la tienes es esencial. Pero hasta George W. Bush, que abandonó a una nación agradecida con dos guerras y una recesión — de alguna forma se olvidó de contagiar las paperas — es igual de popular hipotéticamente que Obama. Esto se debe a la insistencia de Obama en el realismo que parece pesimismo Es nuestra falta de carácter nacional y es lo que tumbó a Carter para siempre. ?l pedía sacrificios. Lo que recibió fue la patada.

Richard Cohen
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