Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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[Washington Post – Radiocable.com] «En contra de las expectativas generalizadas que apuntaban que la delincuencia iba a aumentar durante la recesión», en la práctica registró un acusado descenso el año pasado y los delitos con violencia alcanzan hoy mínimos de los últimos 40 años. Eso afirmaba el New York Times la pasada semana. Pero lo que el Times no contaba es justamente el motivo de que sea tan sorprendente descubrir, una vez más y probablemente no la última, que «las expectativas generalizadas» se limitan tal vez a la gente que piensa como Marx (Karl tal vez, Groucho desde luego) que el dinero es el origen de todos los males. Muy al contrario, el mal lo es.

Me cebo con el Times como objeto de rapapolvo. La evidente sorpresa del periódico ante la tasa de delincuencia en caída libre evidencia una notable tenacidad a la hora de aferrarse al dogma desfasado y desmentido. Los delitos no son cometidos por buenas personas que pierden su puesto de trabajo. Son cometidos por delincuentes que para empezar, nunca ocupan un puesto de trabajo de verdad.

La acusada caída en la tasa de delincuencia tiene interés real y es un poco misteriosa. Nadie está muy seguro de lo que está pasando. ¿Estará causada por la cambiante demografía — hay menos jóvenes — o por el incremento del número de penas de cárcel (que ya no es el caso) o por la tónica social de toda la vida? Cualquiera que sea la razón, el resultado es maravilloso. Las probabilidades de ser asesinado o robado son hoy la mitad que a principios de la década de los 90, aunque hay ciertos indicadores desagradables que apuntan que los buenos tiempos pueden estar a punto de acabar. El municipio de Nueva York, que desde hace algún tiempo ha encabezado al país en la lucha contra la delincuencia, está sufriendo una oleada de delitos caprichosa — los homicidios, las violaciones, el robo con violencia y los allanamientos de morada están aumentando. Aún así, es necesaria cierta perspectiva. Nueva York registró 536 homicidios el año pasado. En 1990, la cifra era de 2.245.

Ciertas clases de delito pueden verse afectadas por la recesión. La violencia doméstica, hasta el homicidio, pueden estar provocados por las condiciones de hacinamiento y el paro. Pero la categoría clave del robo, la que numerosos expertos pensaban que sólo crecía a causa de la recesión, bajó un 9,5% a nivel nacional. El Times cita religiosamente a expertos desconcertados por esto.

Yo no lo estoy. No es probable que la persona que pierde su empleo empuñe un arma de fuego y robe a alguien en la calle o se encarame hasta la ventana de una segunda planta. Existen varias razones de esto, siendo la primera que la gente que tenía empleo no es muy dada a delinquir ni tiene orientación delictiva. Hasta involucrados en casos de fraude, el delito con violencia no es en absoluto el siguiente paso. Otro motivo es el mecanismo de protección social. Antes de que el parado eche mano a un arma de fuego, es más probable que tire de la prestación por desempleo. ?sta, me parece a mí, es una forma mucho más fácil de reemplazar parte de los ingresos.

Mi experto de cabecera en tales menesteres es Neil Gilbert, el titular de la cátedra Chernin de asuntos sociales y co-director del Centro de Legislación Infantil y Juvenil de la Universidad de California en Berkeley. ?l señala que las recesiones son períodos de conservadurismo social — en los años 20 triunfaron, en la década de los 30 claramente no. Cuando la gente pierde su empleo, se vuelven a casa de sus padres o con parientes. Las familias fuerzan el respeto a las normas sociales. La gente se necesita mutuamente. No es momento de anarquías.

Yo nunca aduciría que la economía no es un factor importante — y en ocasiones capital — del comportamiento social y, desde luego, una persona que se esté muriendo de hambre verdaderamente recurrirá a la delincuencia, si no tiene más remedio. Pero la expectativa de que los malos momentos producen malas personas es consecuencia del convencimiento de que los programas sociales solucionan los problemas del estado del bienestar: cuantos más haya de los primeros, menos habrá de los segundos. En ocasiones es así — las cartillas de alimentación, etc., son un imprescindible — pero el convencimiento de que la delincuencia asciende a medida que se recortan los presupuestos públicos es una falacia. Se infantiliza a los pobres: sin pan y circo, se amotinan.

La sorpresa inherente al artículo del New York Times, el desconcierto a tenor de tasas de delincuencia que parecen ajenas al paro, es un gancho de la izquierda. Se origina en el admirable deseo de ayudar a los menos afortunados y de contar con el estado en esa iniciativa. No es más nocivo que la insistencia de la derecha en que el entorno social lo es todo y que todos los programas sociales son un derroche de dinero. Pero como tenemos presente desde hace bastante tiempo, aunque sólo sea por las historias de nuestros padres y abuelos, los tiempos difíciles no crean delincuentes peligrosos. El ladrón no roba porque esté en paro; roba porque el robo es el trabajo que desempeña.

Richard Cohen
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