Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. Tarde o temprano Barack Obama se dará cuenta de que es el presidente de los Estados Unidos. Hasta el momento, sin embargo, no actúa de esa manera, compareciendo de manera díscola ante las cámaras y concediendo entrevistas como el candidato presidencial que ya no es. Las elecciones se han celebrado ya, pero la campaña dura y dura. El candidato tiene que convertirse aún en el jefe del ejecutivo.

Véase por ejemplo la cumbre del G-20 celebrada en Pittsburgh la semana pasada. Allí, el candidato en jefe acaparó cadenas de televisión y líderes de Gran Bretaña y Francia para hacer a los iraníes una advertencia dramática. Otra de sus instalaciones nucleares secretas había salido a la luz y Obama, a la vista de todos, estaba decidido a hacer algo al respecto ?? pero no pregunte el qué.

Todo el episodio tiene un matiz cutre de crisis de los misiles cubanos. Algo amenazante había sido descubierto – no misiles soviéticos a apenas 160 kilómetros de Florida más o menos, sino unas instalaciones nucleares iraníes a unos 160 kilómetros de Teherán. Como acordes con la ocasión, diversas publicaciones nos proporcionaban descripciones casi minuto a minuto de la atmósfera de crisis que se desarrollaba al comienzo de la semana en la sesión de las Naciones Unidas — asesores presidenciales precipitándose de salón en salón consultando, conscientes sin duda de formar parte de un libro aún por escribirse. Recorrí las crónicas en busca de apellidos familiares. ¿Dónde estaba McNamara? ¿Dónde estaba Bundy? ¿Dónde, en realidad, estaba la crisis?

En realidad, no había ninguna. Las instalaciones supuestamente secretas eran archiconocidas por las agencias occidentales de Inteligencia — Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y sin duda Israel — desde hacía varios años. Su existencia había sido deducida por los analistas de Inteligencia a partir de las compras realizadas por los iraníes en el extranjero, y fue señalada en algún momento después. Lo que cambió fue que la noticia había salido a la luz pública. Esto no sucedía porque Obama la hiciera pública sino porque los iraníes se le anticiparon tras descubrir que su tapadera se había derrumbado. A continuación se pusieron en manos de la Agencia Internacional de la Energía Atómica en Viena que, como es costumbre, anunció que las instalaciones estaban destinadas al uso pacífico de la energía nuclear. Estos persas mienten como vendedores de alfombras.

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Nadie debe creer a Mahmoud Ahmadinejad. Irán parece decidido a desarrollar un programa nuclear armamentístico y los proyectiles capaces de transportarlo. ?sta – no la revelación pública de unas instalaciones conocidas — es la verdadera crisis, probablemente una crisis a la que sólo se puede poner punto y final en guerra. Es muy posible que Israel, frente a ese frío cliché – amenaza existencial – bombardee las instalaciones nucleares de Irán. Lo que sucedería a continuación lo sabemos todo el mundo — represalias por parte de Hamás, de Hezbolá, remonte sin precedentes de los precios del crudo y después, transcurridos unos años o menos, reanudación del programa nuclear de Irán. Sólo Estados Unidos tiene la capacidad de diezmar las instalaciones subterráneas de Teherán. Washington podría tener que actuar.

Tratándose de una crisis de este calado, el inmenso prestigio de la presidencia estadounidense tendría que ser reservado. Que sea la secretario de estado la que pronuncie graves advertencias. Cuando Obama dijo en Pittsburgh que Irán «va a tener que dar muchas explicaciones y hacer una elección difícil,» sonó a ultimátum. Pero ¿qué es lo que pasa si los iraníes no lo hacen? ¿Entonces qué? Un presidente tiene que tener cuidado con ese lenguaje. Se entenderá mejor lo que dice.

El problema de Obama es que se deja llevar por el momento y habla en serio sólo durante ese momento. Hablaba en serio cuando llamó «una guerra de necesidad» a Afganistán — y ahora no está tan seguro necesariamente. Hablaba en serio con la opción pública de su plan de protección sanitaria — y una vez más puede que no. No iba a imputar a agentes de la CIA por ser duros con los detenidos — y a continuación puede que sí.

El momento más revelador, fijó un plazo hasta agosto para que el Congreso tramitara la legislación de reforma sanitaria — «Bien, si no se ponen plazos, en esta ciudad no se hace nada…» — y luego dejó que el plazo se agotara. No parece que a Obama se le ocurra que fijar un plazo conlleva una consecuencia — cumplirlo o hacer frente a las consecuencias.

Obama perdió credibilidad con su plazo-sin-plazo y ahora amenaza con perder aún más con sus posturas respecto a Irán adoptadas cara a la galería. Ha entrado en un diálogo degradante con Ahmadinejad, un mentiroso consumado. (Al día siguiente, el iraní utilizaba una rueda de prensa para contraatacar a Obama y, días más tarde, Irán probaba misiles de medio alcance.) Obama es nuestra versión de Líder Supremo, no dado a hacer amenazas gratuitas, fijar plazos gratuitos, cambiar de rumbo en cuestiones trascendentales, generar una crisis frente a las cámaras donde no había ninguna o, increíblemente, promocionar a Chicago como sede de las Olimpiadas de 2016. Obama es el presidente. Va siendo hora de que lo entienda de una vez.

Richard Cohen
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