Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. De vez en cuando, me encuentro con Silda y Eliot Spitzer. ?l es el ex gobernador de Nueva York que tuvo que dejar el cargo por un escándalo sexual, y ella es la mujer que fue duramente criticada en su momento (2008) por permanecer junto a su marido después de que éste fuera acusado de encontrarse con una prostituta en Washington. Los Spitzer siguen juntos.

En contraste – en acusado contraste – tenemos el ejemplo de Jenny Sanford, cuyo esposo Mark es el gobernador de Carolina del Sur. Cuando se descubrió que no estaba practicando la marcha por las rutas forestales del Sendero de los Apalaches, como decía su gabinete, sino practicando el tango en Buenos Aires con la proverbial otra mujer, celebró a solas su conferencia de prensa. Para alegría de muchas mujeres, Jenny no hizo de Silda compareciendo, literalmente, junto a su hombre. De hecho, a ella se la tragó la tierra.

El matrimonio Sanford está roto; el matrimonio Spitzer, definitivamente no. Jenny, la heroína feminista de antaño, ha publicado un libro, «Ser fiel», en el que revela que su marido era un poco grosero, un poco animal, nada frugal sino simplemente tacaño (perdía los nervios cuando ella reemplazaba una chaqueta usada por otra nueva) y yo añadiría que algo derechista. Este libro, publicado por los motivos virtuosos de costumbre, no servirá para reconciliar a sus hijos con su padre.

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Desde el principio, tanto Silda como Jenny estaban siendo utilizadas de diferentes maneras como símbolos. Para algunos tertulianos no son mujeres reales con dilemas reales y muy dolorosos, sino símbolos que manipular para ilustrar una idea personal y general a la vez: una de ellas era el eslabón débil mientras que la otra era una mujer orgullosa e independiente que hizo lo que todas las mujeres deben hacer cuando son humilladas por un patán de marido. Entre líneas, aunque destacada, había una advertencia a los hombres en sus vidas de que Jenny era el modelo a seguir: yo te devolveré los cuernos, cariño. Voy a hacer lo mismo.

Para mí, Jenny nunca fue una heroína. Es evidente que su marido estaba teniendo la crisis de la edad clásica, tan fascinado por otra mujer que casi babeó su confesión. Llamó a su enamorada «alma gemela» y, con la flecha de Cupido en su corazón Republicano (¿un oxímoron?), lloró. Luego, en una prueba más de su enajenación transitoria, llamó a Jenny tras su conferencia de prensa para preguntarle qué tal lo había hecho.

Esto de las crisis de la mediana edad no es ninguna broma. Alcanza un 6 ó un 7 en la escala emocional de Richter y tiene el poder de tumbar fachadas cuidadosamente construidas, compromisos e hipocresías. El loquero no puede curarlas, sólo el tiempo. Jenny ya había dado a su marido el tiempo suficiente. Había entendido – un poco tarde, como pasa con estas cosas – que se había casado con un tipo muy raro.

Eliot Spitzer padecía una enfermedad diferente – debilidad por el riesgo, debilidad por la arrogancia, posiblemente algo que sólo Silda conocía. Sea lo que sea – y a pesar de lo que fuera – Silda reconoció que su obligación no era con el sexo femenino ni con las mujeres en una situación similar, ni con lanzar una advertencia a los hombres potencialmente díscolos del mundo, sino con su familia, especialmente sus tres hijos. Eran adolescentes. No podemos llegar a imaginar la confusión o su dolor o su… ¿quién sabe? Silda les protegió durante todo el trago.

Esto no es un escrito en favor de dar a los hombres (o las mujeres) carta blanca para la infidelidad ni en favor de responsabilizar a las mujeres de mantener unida a la familia exclusivamente. Es, sin embargo, un escrito para matizar que estas mujeres no son depositarias de los problemas e inquietudes de las demás ni ejemplos de cómo deben capearse estos escándalos, en una especie de vacío emocional. En todo caso, debe evocar humildad. La vida nos agobia a todos.

Los Spitzer no viven lejos de donde vivo yo, y durante el escándalo muchas veces paseé entre el cerco mediático montado frente a su edificio, levanté la vista y me pregunté cómo iban las cosas. Me preguntaba lo que se estaría diciendo y sintiendo y lo que pasaba con los hijos. No fueron al colegio al día siguiente. Eso fue un hecho. También es un hecho que los niños se fueron.

Jenny Sanford capeó el temporal a su manera, poniendo fin a un matrimonio que, emocionalmente, había muerto ya. No la juzgo. Silda Spitzer, como tantas otras mujeres de políticos, se quedó de pie junto a su marido, sin decir nada. Recientemente vi a los Spitzer en un restaurante, pasando la noche fuera como cualquier otra pareja. Eso, para mí, lo dijo todo.

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Richard Cohen
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