Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen-Washington. Hay un destello de John Brown en los ojos del Reverendo Terry Jones, un atisbo de locura dramática y avidez Gingrichiana de candelero. Sus planes de quemar el ejemplar del Corán se suspendieron, o, dada la forma en que salen estas cosas a menudo, tal vez simplemente se aplazaron. CNN volverá a llamar, o al programa «Today» se le acabarán las niñas blancas, o Jones volverá a sentirse obligado nuevamente a prender el libro sagrado de alguien, marcando un tanto para iluminar sus propios prejuicios y, mientras está en ello, obligarnos a tomar parte. Yo estoy con Jones.

Espero no tener que explicar que difícilmente puedo ser anti-musulmán. También espero no tener que explicar que Jones me parece censurable, y que me pregunté, hace miles de años en Instant Media Time (la semana pasada), el motivo de que Newt Gingrich no le llamara o de que Sarah Palin no tuitee sobre él o de que Rick Lazio no difunda un comunicado de prensa en el que todos dicen que aunque comparten su impulso de explotar el miedo al islam, pensaban que había emprendido con mal pie su búsqueda de publicidad. Puede que hubieran tenido éxito, aunque Jones habría replicado que la moderación en la búsqueda de la publicidad no es ninguna virtud y que el extremismo en la misma búsqueda no es ningún comportamiento inmoral. Algo así.

John Brown se enfrentó a la América pre-Guerra Civil con un dilema. No había asesinado ni aprobado el asesinato en la causa de la lucha contra la esclavitud y había liderado una insurrección en Harpers Ferry. Las vicisitudes de la vida (la muerte de los hijos y de su primera esposa) y la corrosiva injusticia de la esclavitud en especial habían hecho mella en él. Probablemente estuviera demente, pero su causa desde luego no lo era, y cuando el estado de Virginia le condenó a la horca, no pocos pensaron — Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau entre ellos — que un gran hombre había sido asesinado.

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Jones no es ni un gran hombre ni el líder de una gran causa. Pero lo que quiso hacer es tan lícito dentro de nuestro sistema como, en cierto sentido, valorado. Trataba de trasladar una idea sin palabras. Era caótica e intolerante, pero era una idea política no obstante, y tenía todo el derecho a exponerla. Sin embargo, el Presidente Obama y el Secretario de Defensa Robert Gates y el General David Petraeus al mando de la Guerra de Afganistán le instaron a abandonar su postura — las vidas de soldados estadounidenses estaban en juego. Jones claudicó.

Esta no es la primera vez que la amenaza de la violencia en el mundo islámico ha surtido aquí un efecto moderador — ni será la última. Aún no he visto las viñetas del Profeta Mahoma publicadas originalmente en el rotativo danés Jyllands-Posten. La dibujada por Kurt Westergaard y considerada particularmente censurable provocó disturbios y, finalmente, un atentado contra el propio Westergaard. La violencia, real o amenazada, intimidó a los medios occidentales.

Westergaard sobrevivió al ataque, un horrible allanamiento de morada, exigiendo la presencia policial desde su habitación quitapánicos. Igual que hizo antes el novelista Salman Rushdie, vive bajo protección policial. La vida de Rushdie, por supuesto, fue amenazada por su obra de 1988 «Los versos satánicos», que fue tildada de insultante para el islam. Como en el caso de Westergaard, Rushdie fue tan condenado por ciertos musulmanes como por determinados no musulmanes. A intervalos regulares, la fatua es recibida con una estudiada indiferencia — la calamidad provocada por el enfrentamiento de las dos partes, la del ayatolá Ruhola Jomeini, que decretó la muerte de Rushdie, y la del insensible Rushdie, que no entendió que los pueblos postcoloniales llevan la razón siempre.

En esta vorágine de valores rivales ha intervenido la canciller alemana Angela Merkel. Justo este mes distinguía con un premio de comunicación a Westergaard. Lo hizo aunque Alemania tiene alrededor de 4.500 efectivos regulares destacados en Afganistán, el tercer contingente más grande de la OTAN. «El secreto de la libertad es el valor», decía en la ceremonia de entrega, citando el papel que había jugado la prensa libre a la hora de liberar a su Alemania Oriental natal. Resulta que algunos valores son más valiosos que otros.

Barack Obama hizo lo que tenía que hacer. Su primera obligación es proteger las vidas de los estadounidenses — en especial las tropas de Afganistán e Irak. Pero aun así, algo en el fondo de su mente tiene que haber reconocido una obligación rival de proteger los valores estadounidenses y no ceder, como demasiada gente cedió en el caso de Rushdie y Westergaard, a los valores antitéticos a los nuestros. Jones es un imbécil, un invento alucinógeno que se valió de sus 15 minutos de gloria para provocar consternación dentro del país y disturbios en el extranjero. Es desagradable en su aspecto y su mensaje, pero si se trazara una línea y tuviera que elegir bando, no tendría elección. Estoy con él.

Richard Cohen
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