Desde siempre quise aprender a silbar. Miraba con envidia, no a los chicos (que en aquella época parecía lógico que supieran hacer de todo…) sino a las niñas a las que, aunque se consideraba una ordinariez que lo hicieran, yo veía como heroínas capaces de dominar «lo absoluto» con aquel sonido ¿ A qué sabrían los silbidos…?

Intenté aprender con mi hermano, pero él se cansó pronto de estos prados y decidió pasear para siempre por cumbres más altas. Aquí me dejó, con la miel en los labios y la esperanza rota de poder enseñarle alguna vez en la vida mis avances, no solo en el terreno de la llamada sino también en de la respuesta ¡Se fue silbando con las manos en los bolsillos, y se llevó tantas cosas…!

Cuando reestructuré mi realidad sin él, le pedí a mi hermana pequeña que me enseñara. Nunca supe como y cuando había aprendido. Solo sé que un día yendo juntas por la calle me dejó maravillada con aquel gesto inconsciente que la emparejaba con los pájaros. Ella tenía diez años menos, pero cuando empezábamos las clases de silbido, yo la miraba con la misma admiración literaria que le destinaba (a pesar de su insoportable caracter) a Gerardo Diego, mi profesor de literatura en el instituto. Jamás lo conseguí. Me esforzaba en poner la punta de la lengua exactamente en el sitio de la dentadura que ella me decía y los labios a modo de morritos en ese gesto tan glamouroso que tan bien les sale a las francesas, pero que a mí me quedaba fatal.
Luego le tocó el turno a mi cachorro más pequeño ¡Ella si que no tuvo ninguna paciencia conmigo!

Pero nunca he renunciado del todo. De vez en cuando y cuando nadie me ve lo intento. Lo intento y lo intentaré siempre ¡Quien sabe si al final, en vez del último aliento, emitiré un maravilloso silbido…!

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