E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington: Hizo falta el caso de «JihadJane» para arrojar luz sobre lo que a estas alturas debería ser evidente: cualquiera que diga ser capaz de identificar a un terrorista potencial por la apariencia o la nacionalidad se está engañando. Hay un motivo para que todos nosotros nos tengamos que quitar los zapatos en el aeropuerto.

Durante años, ciertas voces de la derecha han defendido enérgicamente el fichado racial-étnico-religioso. Tras el intento de volar un aparato comercial por los aires el día de Navidad, Newt Gingrich escribía que ha llegado el momento de «hacer un perfil de los terroristas y discriminar activamente según la información del sospechoso». Gingrich se quejaba de que «dado que nuestras élites temen la honestidad políticamente incorrecta, creen que es mejor humillar al inocente, retrasar al inofensivo y arriesgar las vidas de todos los estadounidenses en lugar de hacer lo evidente, eficaz y necesario».

No citaré más de la larga diatriba de Gingrich, pero cualquier lector llegará a la conclusión de que si el ex presidente de la Cámara estuviera a los mandos de un detector de metales de un aeropuerto, pondría especial atención a cualquiera parecido a Omar Faruk Abdulmutalab – el nigeriano acusado del atentado frustrado del día de Navidad – al tiempo que esencialmente dejaría pasar a alguien como Colleen LaRose, de 46 años, procedente de Pennsburg, Pa.

Lo cual, a la sazón, habría sido un error peligroso.

Según la acusación federal, Larose era una habitual de las páginas islamistas radicales que a veces contribuía como JihadJane. Presuntamente había expresado su deseo de convertirse en un mártir del Islam, y el fiscal que instruye el caso sostiene que con anterioridad a su detención el pasado octubre, estaba conspirando activamente para asesinar a un artista sueco que había dibujado una viñeta retratando como un perro al profeta Mahoma.

Bien, ha de señalarse que si el relato de la acusación es cierto, Larose no parece tener el cerebro más privilegiado del firmamento yihadista. En sus aportaciones en la red parece no haber echo grandes esfuerzos o ninguno por ocultar su identidad, al margen de elegir un nom de guerre que en la actualidad es el equivalente a una alarma activada. Pero Abdulmutalab tampoco es que fuera un cerebro diabólico. Lo que los dos tienen en común es que ambos parecen haber sido solitarios y alienados, haber buscado significado a sus vidas, y haber hecho elecciones pésimas.

No tienen en común mucho más. Abdulmutalab es un varón joven, negro, rico y extranjero con un nombre que suena musulmán. LaRose es una mujer rubia de ojos azules y mediana edad que creció en Texas, abandonó el instituto, se casó y se divorció un par de veces, conoció a un novio de Pennsylvania y terminó viviendo sin pena ni gloria en un pequeño municipio a 50 millas de Filadelfia donde los vecinos dicen que a menudo se la oía hablar con sus gatos.

En Internet presumía supuestamente de que su aspecto físico y su nacionalidad le permitirían viajar con libertad y sin levantar sospechas mientras desempeñaba su misión – auto-asignada, según parece – de asesinar al viñetista sueco Lars Vilks. No hay indicios de que hubiera algún contacto real con Al-Qaeda, que ha puesto un precio de 100.000 dólares a la cabeza de Vilks. Según la acusación, Larose se desplazó a Europa para encontrarse con individuos anónimos de mentalidad parecida, y también sustrajo presuntamente el pasaporte de su novio con la intención de entregarlo a un compañero yihadista para que lo utilizara. Pero no parece que tuviera la menor idea de cómo asesinar a alguien.

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Sin embargo, los aspirantes a terrorista pueden terminar convertidos por accidente en verdaderos terroristas. ¿Y qué perfil la habría elegido entre la multitud? ¿Se supone que el FBI ha de administrar una lista de damas de pueblo aficionadas a los gatos, cuyos movimientos han de ser seguidos y analizados?

LaRose puede ser única a causa de su aspecto, pero no es en absoluto la primera estadounidense de quien los agentes del orden piensan ha sido seducida por la ideología de la jihad. Omar Hammami, que de joven fue delegado de la clase en su segundo año en Daphne, Alabama, es una figura clave de Al-Shabab, un grupo insurgente islamista de Somalia afiliado a al-Qaeda. En diciembre, cinco jóvenes del norte de Virginia fueron detenidos en Pakistán y acusados de intentar ingresar en Al-Qaeda.

«Washington sigue evitando ser intelectualmente honesto con la guerra en la que estamos inmersos», afirma Gingrich. Pero la honestidad intelectual exige tener en cuenta el hecho de que los terroristas y los aspirantes a terrorista nos salen de una cantera única. Esto significa que en los aeropuertos y en otros sitios deben existir medidas de vigilancia para todos.

«Discriminar activamente», como recomiendan Gingrich y otros, haría algo más que seleccionar a un montón de inocentes. Garantizaría que la próxima JihadJane – que podría estar siguiendo las instrucciones de superiores más nefastos que sus gatos – se nos pasa desapercibida.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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