E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Entre sensibilidad y estupidez hay mucha diferencia. Si realmente hubo avisos de que el Mayor Nidal Hasán, presunto asesino múltiple de Fort Hood, se estaba radicalizando en su oposición a los conflictos estadounidenses en Irak y Afganistán, el ejército tenía la obligación de actuar — antes de que lo hiciera él.El General George Casey, jefe del estado mayor del ejército, declaraba el domingo estar preocupado por la posibilidad de que «esta creciente especulación» en torno a las cambiantes opiniones políticas y religiosas de Hasán «puedan traducirse en represalias contra algunos de nuestros efectivos musulmanes.» Casey hace bien en preocuparse por los fanáticos y los racistas que ahora tendrán motivos para pensar en todos los musulmanes del ejército como enemigos potenciales. Pero pasar por alto voluntariamente los toques de atención que apuntan a que un individuo inestable, musulmán o no, está a punto de perder la razón no hace sino alimentar esa paranoia.

Según las informaciones publicadas, Hasán contaba a la gente sus dudas serias en torno a las campañas militares estadounidenses en Irak y Afganistán. Hasán, un psiquiatra de profesión que se dedicaba a evaluar los desórdenes por estrés de los soldados que volvían a ser movilizados, no tenía ningún reparo en manifestar su reticencia a servir al país en el escenario afgano, donde iba a ser enviado en cuestión de semanas. Según ABC News, sus colegas galenos del ejército habían manifestado a sus superiores su preocupación porque Hasán estuviera manifestando una lealtad dividida — a los musulmanes que pensaba bajo ataque y al país en cuyo ejército se había alistado, a la vez.

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Todo esto debió haber bastado para provocar la intervención urgente por parte del alto mando del ejército, con total independencia de la religión de Hasán. Que no fuera así es injusto con los miles de musulmanes que han ocupado puestos en el ejército, y siguen haciéndolo, con honor y condecoraciones.

«El sistema no está haciendo lo que se supone que hace,» explicaba a Associated Press el médico del ejército Val Finnell. Finnell, que había estudiado con Hasán, había presentado quejas por escrito a sus superiores de las diatribas «antiamericanas» de Hasán y su opinión conocida de que Estados Unidos estaba llevando a cabo una guerra contra el islam. «Por lo menos él tendría que haber sido amonestado por estas opiniones, habérsele solicitado que dejara de manifestarlas, y afrontar las consecuencias o largarse.»

Tendría que haber sido así de verdad. El ejército tiene una rica tradición de quejarse de superiores estúpidos y sus órdenes ridículas. Pero suena como si las quejas de Hasán hubieran ido más allá de lo corriente, en especial en la noción de que podría no estar seguro de su propia lealtad y deberes.

Si los oficiales superiores de Hasán se hubieran molestado en investigar, puede que hubieran unido las piezas de la noticia que parece estar viendo la luz: que Hasán se estaba comportando de manera errática, que su religión se estaba volviendo al parecer cada vez más política, que quería abandonar el ejército con desesperación y que estaba contrariado al serle ordenado volver a zona de guerra.

Es seguro que los oficiales del ejército eran conscientes de que los musulmanes movilizados han denunciado hostigamiento y trato vejatorio por parte de sus colegas militares. Por motivos tanto morales como prácticos, el ejército tiene que eliminar tal discriminación. He tenido mis más y mis menos con la forma en que el ex Presidente George W. Bush desempeñó su labor, por decirlo diplomáticamente, pero algo bueno que hizo fue poner el acento en que su «guerra contra el terrorismo» no era una guerra contra el islam, una de las principales religiones del planeta. Esa salvedad importante suena hueca si los musulmanes que forman parte de las fuerzas armadas son culpados de los crímenes de los terroristas islámicos y tratados como traidores en potencia a la causa estadounidense.

Pero una cosa es la justicia, y otra muy distinta la imprudencia. Cualquier soldado que pareciera estar derrumbándose — y parece que Hasán daba esa impresión a muchísima gente — debería haber sido sometido a un escrutinio extra. En el caso de Hasán, un examen más detenido habría revelado su creciente religiosidad y su sensación de que su religión estaba siendo atacada.

El hecho de que Hasán estuviera practicando su religión en una mezquita de Virginia cuyo líder espiritual era un fanático llamado Anwar al-Aulaqi también habría salido a la luz. The Washington Post informaba este lunes de que Aulaqi, que ahora reside en Yemen, ha subido un mensaje a su página web declarando «un héroe» a Hasán por lo que hizo presuntamente en Fort Hood.

Si las autoridades hubieran tenido noticia con antelación de cualquier vínculo entre Hasán y el islam radical — en contraste con el islam de referencia practicado por más de 1.000 millones de personas en todo el mundo — podrían haber tomado medidas inmediatamente para garantizar que Hasán no podía herirse a sí mismo ni a otros. Eso no habría sido un acto de racismo, habría sido un acto de prudencia y hasta de compasión.

¿Cómo se supone que distingue el Pentágono entre razonable cautela y discriminación flagrante? Hay miles de musulmanes de uniforme que sirven a su país dentro y fuera del mismo. Pregúnteles.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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