Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

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Richard Cohen – Washington. ??El pasado es un país diferente. Las cosas allí se hacen de manera distinta.? Eso reza un aforismo muy inteligente que es necesario aplicar al presente debate de si aquellos que autorizaron y utilizaron la tortura deben ser procesados o no. En el país muy diferente llamado 11 de septiembre de 2001, la respuesta sería un rotundo no.

Allá por entonces, una encuesta del Washington Post daba a George W. Bush un índice de aprobación popular del 92 por ciento, lo que significaba que casi nadie pensaba que estuviera siguiendo el rumbo equivocado. Por la misma época, las dudas acerca de la viabilidad de la tortura estaban en gran medida en el aire. Alan Dershowitz sugería la creación de órdenes judiciales de tortura el permiso de la justicia para, en la práctica, romper algunos huesos.

Dershowitz, que conste, no se decantaba en favor de la tortura sino que argumentaba que si se iba a torturar, lo mejor era hacerlo de manera legal. En una línea parecida, el reflexivo columnista de Newsweek Jonathan Alter sopesaba la legalidad, la moralidad y la eficacia de la tortura.

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Al final, Alter la descartaba aunque no el pentotal sódico (el suero de la verdad) ni despachar a los sospechosos de terrorismo «a nuestros aliados menos delicados.? De hecho, el gobierno enviaba ya a sospechosos a ser interrogados en el extranjero.

El ensayo de Alter despertó gran polémica y para su monumental sorpresa, una gran cantidad de apoyo discreto por parte de los izquierdistas. Por la misma época, el historiador Jay Winik escribía acerca de la utilidad de la tortura, cómo agentes filipinos obligaron a un tal Abdul Hakim Murad a revelar un complot para volar 11 aviones comerciales estadounidenses sobre el Pacífico y enviar otro aparato más, cargado este de gas nervioso, a empotrarse contra el cuartel general de la CIA en Langley, Va. Tras ser apaleado casi hasta su muerte, lo que finalmente quebró la voluntad de Murad fue la amenaza hueca de entregarlo a la Mossad israelí.

El ejemplo filipino apareció mencionado por doquier por aquel entonces, hasta por parte de aquellos contrarios al uso de la tortura. La opinión generalizada de que la tortura no funciona nunca -tan antiintuitiva como para ser una estupidez- no era doctrina aún. Tampoco lo era a esos efectos la creencia en que la inminente guerra en Irak era un absurdo práctico y moral. El Congreso aprobó la guerra de manera aplastante y el pueblo estadounidense la apoyaba de manera masiva.

Eso, no obstante, sucedía en el otro país llamado El Pasado. En el país llamado El Presente, cierta gente exige que los torturadores y aquellos que se lo permitieron sean rescatados de fronteras temporales y llevados ante la justicia. Existen muchas dificultades prácticas en juego, pero la iniciativa es comprensible: una nación que con anterioridad se presentaba al mundo como civilizada y respetuosa con la ley resultó ser brutal e indiferente al derecho internacional. Torturamos. Eso dice el fiscal general entrante, Eric Holder. Torturamos. Eso dice la persona a cargo de decidir esos asuntos en Guantánamo. La pregunta ha sido contestada. Ahora surge otra: ¿qué vamos a hacer al respecto?

La inclinación del Presidente Obama, al parecer, es no hacer gran cosa. «No creo que haya nadie por encima de la ley,» decía recientemente. «Por otra parte, también sostengo la creencia de que necesitamos mirar hacia adelante en lugar de mirar al pasado.?

Esta es una hábil formulación que ignora la realidad; para seguir adelante hay que saber dónde se ha estado. Es decir, si no descubrimos cómo llegó exactamente nuestro gobierno a torturar mediante ahogamiento a tres sospechosos al menos y a maltratar a otros, no sabremos cómo garantizar que el futuro no acaba pareciéndose mucho al pasado.

Al mismo tiempo, tenemos que ser respetuosos con aquellos que se habían quedado en la mentalidad del 11 de Septiembre, que pensaron estar salvando vidas -y tal vez lo estuvieran haciendo- y que, en todo caso, hacían lo que la nación y sus líderes querían que hicieran. Es imprescindible que nuestros nuevos agentes de Inteligencia no teman que un esfuerzo sincero acabe con sus huesos arrojados ante algún comité del Congreso o gran jurado. Queremos a las personas más capaces en esos puestos no a funcionarios de ventanilla sin ninguna iniciativa.

La mejor sugerencia de cómo proceder la da David Cole, de la Facultad de Derecho de Georgetown. Escribiendo en el New York Review of Books del 15 de enero, propone que el presidente o el Congreso designe una comisión bipartidista, la dote de capacidad para llamar a declarar, y la ponga en marcha para descubrir lo que salió mal, lo que salió bien (si es que salió bien algo) e informar no sólo al Congreso, sino a nosotros. Nosotros fuimos los que, recordará, quisimos ser protegidos a cualquier precio. Así pues, es tan importante como justo no castigar a aquellos que hicieron lo que nosotros quisimos que hicieran allá por entonces cuando vivíamos, aterrorizados hasta la médula, en un lugar llamado El Pasado.

Richard Cohen.
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