E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Viendo a los Republicanos del Cámara votar de manera unánime en contra del paquete de estímulo económico del Presidente Obama, me acordé de Ronald Reagan, la huelga de controladores de tráfico aéreo y las consecuencias para aquellos que no reconocen que una era política ha cedido el paso a la siguiente.

Recordará que la Organización de Controladores del Tráfico Aéreo Profesionales fue a la huelga en agosto de 1981, pidiendo mejores condiciones laborales y más salario. Reagan apenas llevaba siete meses en el cargo, y la nación no estaba muy segura aún de qué pensar de él. El sindicato de controladores tenía quejas legítimas y calculó que el nuevo presidente negociaría antes que arriesgarse a una interrupción del tráfico aéreo. El sindicato sabía que las huelgas de empleados públicos eran ilegales, estrictamente hablando, pero también sabía que las demás organizaciones de empleados federales habían logrado convocar huelgas similares sin mayor repercusión en el pasado.

Reagan declaró la huelga «un riesgo para la seguridad nacional» y dio 48 horas a los más de 13.000 controladores para volver al trabajo. Algunos se conformaron. Cuando expiró el plazo, Reagan despidió a los 11.345 controladores que le habían desafiado. Dos meses más tarde, el sindicato perdía la homologación. Pasaron años antes de que cualquiera de los controladores huelguistas volviera a poder ejercer de controlador.

La idea no es volver a examinar los méritos de la huelga ni la inteligencia de la postura firme de Reagan. La idea es que el sindicato de controladores no se dio cuenta de que la llegada de la administración Reagan representaba un infrecuente cambio monumental en la política estadounidense. Bajo Jimmy Carter, Gerald Ford o incluso Richard Nixon, los reguladores podrían haberse salido con su huelga. Bajo Reagan, no tenían ninguna posibilidad no sólo a causa de su terca resolución, sino porque los votantes estadounidenses le habían dado un arrollador mandato de cambio.

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Ese episodio resultó ser solamente el principio. Antes de Reagan, el pensamiento económico que había pasado a definir el Partido Republicano moderno -bajar los impuestos siempre, recortar dramáticamente el gasto público siempre, liberalizar siempre- se asociaban con el margen conservador. ?l los convirtió en la referencia, decantando en la práctica todo el espectro político hacia la derecha.

La nueva ortodoxia de Reagan no habría sido posible a menos que los estadounidenses tuvieran la impresión de que la vieja ortodoxia había llegado a un punto muerto. Carter había hablado célebremente de «una crisis de confianza.? Existía la impresión de que la grandeza de América de alguna manera se estaba perdiendo, que las cosas se salían de control, que la vieja retórica estaba hueca, que las viejas soluciones no iban a solucionar nada, que necesitábamos intentar algo nuevo.

Estooo, ¿hace esto sonar alguna alarma de los Republicanos en el Congreso?

Olvide esa pregunta. Cuando no se puede encontrar un solo voto Republicano solitario en la Cámara de Representantes para apoyar el paquete de estímulo de 819.000 millones de dólares del presidente, está bastante claro que la plana mayor del Partido Republicano se reúne en una sala insonorizada.

Lo que vengo escuchando a los Republicanos tanto de la Cámara como del Senado ha sido una especie de eco distorsionado y atenuado de la doctrina económica que el partido ha predicado, aunque no siempre practicado, desde los años Reagan. Es perfectamente apropiado, por supuesto, plantear si una propuesta de gasto concreta tendrá o no el efecto estimulador deseado; en realidad, algunos puntos fueron retirados de la ley de estímulo por ese motivo. Pero sustentando la crítica Republicana hay una fórmula familiar: más recortes fiscales, menos iniciativas de gasto.

Pero los estadounidenses saben que esta filosofía ya no da más de sí. Los estadounidenses saben que los impuestos sólo pueden bajarse un margen concreto antes de que la eficacia del gobierno federal inevitablemente sufra. Los estadounidenses saben que gastar dinero no significa necesariamente desperdiciarlo. Los estadounidenses saben que crisis económica significa que adoptar la postura de que el gobierno es inherentemente opresor, por no decir insalvablemente perverso, está en bancarrota intelectual porque el gobierno es el único instrumento del que disponemos en la arriesgada tentativa por inducir la recuperación financiera y económica.

Si los Republicanos no se hubieran corrido una juerga de gasto manirroto durante la mayor parte del tiempo de George W. Bush en la Casa Blanca, sus quejas por el coste del paquete de estímulo y su impacto sobre déficits futuros serían más creíbles. Tal como están las cosas, debemos dejar que las acciones hablen: absoluta solidaridad entre los Republicanos de la Cámara al votar negativamente.

Fue un triunfo de disciplina sobre razón, de doctrina sobre observación. Existen abundantes pruebas que sugieren que nos encontramos en una nueva era política con normas nuevas y un léxico nuevo. Aquellos que ignoran esas pruebas no podrán culpar a nadie más que a sí mismos si, igual que los controladores del tráfico aéreo, acaban perdiendo su puesto de trabajo.

Eugene Robinson.

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